Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 28 de mayo de 2018

¿HA HABIDO ALGUNAS VEZ TURBAS ATEAS?

Las energías intelectuales, las agudezas de sentimientos que se ha invertido, en tratar de probarla existencia de un dios, son impresionantes. Los convencidos por ellas son innumerables, e incluyen a muchos de los más cualificados. Generaciones enteras se han sentido tranquilizadas, o aterradas. Millones, cientos de millones de personas, proclaman la evidencia de Alá. “Credo in unum deum”, es la profesión de fe del judeocristianismo.
Y sin embardo me pregunto ¿va algunas de estas demostraciones, más allá de los términos en que está formulada? ¿Pueden acaso – se preguntaba Steiner – saltar al otro lado de su propia sombra? La seductora opinión de Descartes, según la cual el intelecto humano por sí solo, no habría podido concebir la infinitud, es destruida por la sencilla idea, de que nuestra concepción de “lo infinito”, es una extensión de nuestro conocimiento de los tamaños muy grandes, de las series continuas. El miedo a quedarse huérfano en un vacío existencial, a ser aniquilado por la muerte, parece haber resultado más insoportable, que las invenciones de un mundo bajo vigilancia sobrenatural, aunque esté plagado de fuerzas demoníacas.
Pero parece que el hecho, es que las palabras se quedan en palabras. Las imágenes son imágenes. Como demostró Gorgias de Leontinos, el filósofo sofista, el lógico irrefutable, no puede haber una proposición, que no contenga el anverso de su propia negación. O, como nos enseñaron Kant y Wittgenstein, aunque con escrupulosa tristeza, los intentos de demostrar la existencia de Dios, a través de argumentos razonados, a través del discurso humano, están condenados al absurdo. Estrictamente considerada, toda teología, por profunda y elocuente que sea, es pura verborrea.
Mucho antes de Dostoievsky, había quienes exigían saber si la tortura de un solo niño, si la muerte por hambre de un solo niño lisiado, no refutaba en su totalidad, el concepto de un Dios justo y misericordioso ¿Por qué – se preguntaba Sócrates – el déspota, el depravado, el sádico, prosperan mientras que los hombres y mujeres honrados son objeto de burlas, y machacados hasta reducirlos a polvo? ¿Qué honestidad, que repugnancia moral – se preguntaba a su vez Camus – convierten el suicidio en “la única cuestión filosófica seria”?
Estas cuestiones, me parece, son o deberían ser, lugares comunes. Las atrocidades del siglo XX, les dieron un nuevo mordiente. La tortura programada, el asesinato de millones de hombres, mujeres y niños inocentes; la incineración de ciudades enteras, en planificadas tempestades de fuego, el entierro de miles de personas vivas… Una fría repugnancia nos domina a algunos, cuando nos aseguran que el pecado y la desobediencia del hombre a los mandamientos divinos, han provocado el castigo. Ejemplos de esta jerga rabínica, nos recuerda Steiner, se oyeron a las puertas de las cámaras de gas. Palabras, palabras, palabras. Y las reservas sin fondo de odio fanático, que brota del interior de las propias religiones organizadas. Las matanzas sectarias vuelven a estar a la orden del día. ¿Acaso – se pregunta Steiner ha habido alguna vez turbas ateas?
Ni siquiera los ascéticos circunloquios y abstenciones de la concreción de Spinoza – no las hay más puras – transcienden nuestro balbuceo, ni el “pathos” de la razón. Las hipótesis siguen siendo hipótesis. La maravilla del córtex humano, un instrumento tan pequeño, tan limitado, es que puede plantear preguntas sin respuesta, que puede activar lo indecible y lo irresoluble. Es esta paradoja, este sentido de infinita limitación, lo que me llena de sobrecogimiento, este sentido de las abrumadoras incógnitas de lo cotidiano. Es cada momento de existencia no analizada, no una inconcebible o imponente divinidad, lo que aguarda nuestra pregunta. Somos la criatura que no cesa de inquirir y de equivocarse.
El gran pensador social Max Horkheimer, describió el concepto del pecado original, como la idea más influyente, jamás promovida por los hombres. Pero sólo los fundamentalistas, sólo los “literalistas” lo tienen por real. La idea de una intrínseca culpa primordial, me parece moralmente repugnante.
La religión organizada puede infectar la razón, puede retorcerla hasta la locura ¡Cuántos pogromos se han llevado a cabo, en nombre de un Cristo amoroso, cuantos peregrinos han muerto aplastados en La Meca, qué infinita ha sido la matanza, por pueriles detalles del ritual o la leyenda! El judío ortodoxo que salmodia y gira, un virtuoso del aborrecimiento; el cristiano con sus genuflexiones, el musulmán con sus salutaciones, atestiguan la lenta y despilfarradora, prehistoria del sentido común.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 25 de Abril del 2018.


lunes, 21 de mayo de 2018

LA ACCIÓN Y EL DISCURSO

El “homo faber” construye el mundo pero no habita en él. Para vivir en el mundo, tiene que transformarse en el hombre de acción. La acción y el discurso, constituyen la esfera de lo propiamente humano. Hannah Arendt se apoya en Aristóteles, para aclarar esta excelencia de la acción: el humano sólo lo es, cuando actúa no condicionado por las necesidades de la vida. La acción es el resultado de la pluralidad y la natalidad. La pluralidad consiste en que los hombres, siendo iguales por nacimiento no lo son cuando actúan y hablan, para explicar sus propósitos y decisiones a otros hombres, en un espacio público compartido. La natalidad, como requisito de la acción, le fue descubierta a Arendt por San Agustín ("El concepto del amor en San Agustín: ensayo de una interpretación filosófica". Se trata de su tesis doctoral publicada en 1929 en Berlín). “Para que hubiera un comienzo fue creado el hombre”. El hecho de nacer, significa que algo comienza con la llegada de un nuevo ser a la tierra, porque el recién llegado tiene la facultad de hacer cosas. La libertad, en el sentido kantiano de espontaneidad, o capacidad para iniciar una serie de acontecimientos y poner en marcha procesos, que no habrían existido sin una decisión.
Hannah Arendt
La acción es inseparable de la palabra. Y sin el discurso que acompaña necesariamente a la acción, tampoco habría vida humana ni historia. Acción y palabra, son los dos ingredientes que determinan la forma específicamente humana de habitar la tierra, tanto a nivel individual como colectivo, en la biografía y en la Historia Universal. El alguien nacido, tiene el privilegio de ser un "uno". Y por tanto, afirma Arendt, nadie “estuvo allí antes que él”. Pero este privilegio es inseparable del otro, el de la palabra:
“Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción, y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales”.
(Condición Humana” 1974).
Quien actúa tiene que presentar sus intenciones y propósitos a los demás hombres: “La acción sin discurso ya no sería acción, porque no habría actor, y éste, el agente de los hechos, solo es posible si, al mismo tiempo, pronuncia palabras. La acción que él inicia, se revela humanamente por la palabra”. Pero Arendt está muy lejos, de las simplificaciones de los manuales de moralidad. Siempre insiste en la imprevisibilidad de la acción, porque ésta escapa a las intenciones del actor, y porque es respondida por otros que, a su vez, la interpretan y modifican. Margaret Canovan subraya la insistencia de Arendt, en la necesidad de “proteger la estabilidad del mundo humano, contra la iniciativas anárquicas” de las nuevas generaciones que, por el misterio de la natalidad, se incorporan al mundo en marcha. Y argumenta con razón, que esta conciencia de la extrema fragilidad de la acción, es una de las causas del “aire conservador que advierte en muchas de las acciones de Arendt”.
Arendt separa, para luego volver a unir, acción y discurso, porque quiere que se entienda bien, el punto más oscuro de la acción humana. Ni en el teatro del mundo ni en la “polis”, el actor puede reclamarse “autor” de su propia acción, en un aspecto esencial:
“Aunque todo el mundo comienza su vida, insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias resultados de la acción y el discurso revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista, en el doble sentido de la palabra, es decir, actor y paciente, pero nadie es su autor”
(“Condición Humana” 1974)
Y lo que vale para la biografía personal, vale para la Historia. Una historia, según Arendt, sin sujeto y sin demiurgo platónico, o espíritu del mundo que ordene el devenir de las cosas, y susurre al filósofo el sentido de la historia. No, nada de eso. La Historia universal no es sino “el libro de las narraciones de la humanidad, con muchos actores y oradores, y sin autores tangibles”, porque lo único que hace la historia, y por tanto aquello que la constituye en su esencia, es una pluralidad de hombres actuando y hablando, en un espacio público compartido. “La acción carece de fin”. Por eso mismo, el relato de la historia puede tener muchos comienzos, pero ningún fin. Las filosofías de la historia que le postulen un fin, son falsas de raíz.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Marzo del 2018.

martes, 15 de mayo de 2018

FANATISMO, SENTIDO DEL HUMOR, ESCEPTICISMO

Durante toda mi vida, he intentado resguardarme del dogmatismo y el fanatismo, refugiándome tras mi escepticismo y sentido del humor. Pero desde hace ya algún tiempo, siento como que esos refugios ya me quedan pequeños, insuficientes. Y la verdad, no sé como ampliarlos o comprarme algo más grande, donde pueda resguardarme con más eficacia. El Molt Honorable Xim Torra, el Presidente Trump, el Gobierno israelí, el Presidente Putin, Albert Rivera… todos parecen haberse confabulado contra mi serenidad.
Para colmar el vaso, nos informa hoy Javier Cercas, que en la hemeroteca de la Universidad Autónoma de Barcelona, se conserva un cuaderno firmado por “Nosaltres sols” (un partido diminuto que el Sr. Torra llegó a elogiar en el Diario Punt Avui) que según el historiador Enric Ucelay Da Cal, se publicó en torno a 1980. Está escrito en catalán, consta de ocho páginas mecanografiadas, se titula “Fundaments científics del racisme”. Y concluye de esta forma: “Por todo esto tenemos que considerar que la configuración racial catalana es más puramente blanca que la española y por tanto el catalán es superior al español en el aspecto racial” (la ausencia de comas tampoco es culpa mía). ¡La mare de deu!
Me parece que lo más peligroso de este siglo, que apenas hemos comenzado, se cobija en los renacidos fanatismos. En todas sus formas: religioso, ideológico, económico… Me es difícil entender, evitando fórmulas fáciles y poco elaboradas, por qué regresa justamente ahora en el Islam, en ciertas formas del cristianismo, en el judaísmo… … Quizá por su poder económico y militar, el fanatismo y el racismo en Estados Unidos es donde más me preocupa. Pero hay fanatismo en Rusia, en Europa Oriental y, también y mucho, fanatismo nacionalista en Europa Occidental. Ahí tenemos Cataluña.
Cuanto más complejos se van haciendo los problemas en nuestros días, más y más gente corre hambrienta, tras respuestas lo más simples posibles. Buscan un fórmula que lo cubra todo, que lo mismo sirva para un fregado que para un barrido. Y con frecuencia se agarran a mensajes puramente fanáticos: “Todos nuestros problemas se deben a la civilización occidental” o “se deben al fundamentalismo islámico”, o “a la globalización” o “al sionismo”…
No se me ocurre ninguna medicina o tratamiento, que pueda curar de raíz el fanatismo. Únicamente sé de algunas recetas paliativas: Hay que mantener viva la curiosidad. Ponerse en la piel del otro, aunque sea un enemigo. Hay que cultivar a diario la imaginación, el sentido del humor, la empatía. Pero no para contentar al otro, no se trata de poner la otra mejilla. Hay que intentar imaginar, que es lo que hace al otro actuar de determinada forma. No es fácil. Casi todo el mundo dispone de una fórmula sencilla y personal para la salvación o la redención. Cristianos, musulmanes, judíos, pacifistas, nacionalistas, ateos, racistas… todo el mundo. Pero el problema no son las ideologías o las religiones en sí, son las interpretaciones de las mismas en clave extremista. No es la religión, sino el fanatismo religioso. No es el cristianismo, sino la Inquisición. No es el Islam, sino el yihadismo. No es el nacionalismo, sino el separatismo y el supremacismo.
En mi opinión, hoy la mayor parte del mundo se está moviendo demasiado rápido, desde una perspectiva compleja a otra muy simplista. Pasa también en la izquierda radical. Hay gente sentimental en Europa que practica el “buenismo”, que cree que todo puede arreglarse charlando y tomando un café, con la idea de que en el fondo, todo es un malentendido. Un poco de terapia de grupo, y tan amigos. Y no, hay conflictos que son muy reales, profundos, y que necesitan un elaborado análisis, y acciones contundentes derivadas del mismo.
Vivimos un tiempo de simplificaciones facilonas. La gente espera respuestas simples, no está dispuesta a escuchar una larga explicación razonada, ni a leerse un denso documento de análisis. Ya nadie teme parecer extremista, es más, eso hoy es guay. Pero el fanatismo conduce a la violencia, no lo olvidemos.
Decía el otro día Amos Oz: “Mi librito (“Queridos fanáticos”) contiene un milímetro de vacuna: tolerancia y curiosidad. Sonreír de tiempo en tiempo, incluso reírse de uno mismo. No he visto nunca un fanático, con sentido del humor”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 15 de Mayo del 2018.

lunes, 14 de mayo de 2018

HERÁCLITO

Quizá mi griego preferido desde que me topé, hace años mil, con su metáfora del río. “En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”. En Diels-Kranz, Fragmente der Vorsokratiker, 22 B12.
De Heráclito, que tuvo su época culminante en el 500 a. de C. poco de se sabe de su vida, excepto que era un ciudadano aristocrático de Éfeso. Y, ante todo, fue famoso en la antigüedad clásica, por su doctrina que decía que todo se halla en un estado fluyente. Hay que tener presente que Heráclito, aunque jonio, no pertenecía a la tradición científica de los de Mileto. Francis Macdonal Cornford, el filólogo inglés, lo pone de relieve con razón: Heráclito es frecuentemente mal interpretado, asimilándole a otros jonios. Era un místico, pero de una clase especial. Consideraba el fuego como sustancia fundamental.
La metafísica de Heráclito es lo suficientemente dinámica, como para satisfacer al más inquieto de los modernos. “Este mundo, que es el mismo para todos, no está hecho ni por los dioses ni por los hombres, sino que fue siempre, es ahora y siempre será, un fuego sempiterno, con unidades que se encienden y otras que se apagan”. En un mundo semejante, se puede esperar un cambio perpetuo, que es lo que creía Heráclito.
Mantenía otra teoría, que le era más esencial aún, que la idea de corriente perpetua: era la teoría de la mezcla de cosas opuestas. Decía Heráclito: “Los hombres no saben, como la discordia está de acuerdo consigo. Es una armonía de tensiones opuestas, como el arco y la lira”. Hay unidad en el mundo, pero esta unidad es el resultado de diversidades. “Lo uno está hecho de todas las cosas, y todas las cosas proceden de lo uno”.
Sin embargo, no habría unidad si no existieran antagonismos que combinar: “Lo opuesto es bueno para nosotros”. Esta doctrina contiene el germen de la filosofía de Hegel que, como sabemos, procede por una síntesis de contrarios. La metafísica de Heráclito, como la de Anaximandro, está dominada por una concepción de justicia cósmica, que impide que la lucha de elementos opuestos, termine jamás en la completa victoria de unos.
La doctrina de que todo se halla en un estado fluyente, es la idea más famosa de Heráclito, y la más ensalzada por sus discípulos, como la vemos descrita en el “Teetetes” de Platón. En donde, un tanto erróneamente, la traduce como “No se puede pisar dos veces en el mismo río, porque las aguas nuevas siempre están fluyendo encima de ti”. Cuando, según los expertos, la traducción más correcta sería: “Pisamos, y no pisamos en el mismo río, somos y no somos”.
Pero como quiera que sea, Platón y Aristóteles concuerdan en que Heráclito enseñó que “nada es nunca, todo está haciéndose” (Platón), y que “nada es constante” (Aristóteles). La búsqueda de algo permanente, es uno de los instintos más profundos, que lleva a los hombres a la filosofía. La religión busca la permanencia en dos formas: en Dios y en la inmortalidad. Y muchas desgracias, pueden llevar de modo probable a los hombres, a volver a las formas antiguas superterrenas: si la vida sobre la Tierra trae consigo la desesperación, solamente en el cielo se puede buscar la paz. De ahí proviene, según Bertrand Russell, la doctrina de la inmortalidad que arraigó entre los judíos. Habían creído que la virtud sería recompensada aquí en la Tierra, pero la persecución que cayó sobre los más virtuosos, decretada por el rey seleucida Antioco IV, que estaba determinado a helenizar todos sus dominios, puso de manifiesto que no era así. A fin de salvaguardar la justicia divina, por lo tanto, fue necesario creer en recompensas y castigos futuros, en el otro mundo.
Heráclito
Heráclito mismo, a pesar de su creencia en el cambio, pareció tener necesidad de admitir algo duradero. En su filosofía el fuego central nunca se apaga: el mundo “fue siempre, es ahora y será siempre, un fuego de vida eterna”. Pero si intelectualmente lo miramos bien, el fuego varía continuamente, y su permanencia es más bien la de un proceso que la de una sustancia. Aunque sería arriesgado por nuestra parte, atribuir esta idea al propio Heráclito. La ciencia, como la filosofía, ha intentado evadirse de la doctrina del flujo perpetuo, encontrando un substrato permanente, en medio de los fenómenos cambiantes. La química parecía cumplir este deseo. Se supuso que los átomos eran indestructibles, y que todo cambio en el mundo físico, consiste meramente en una nueva disposición de elementos persistentes. Esta idea predominó hasta que el descubrimiento de la radioactividad, hizo ver que los átomos podían desintegrarse.
Sin darse por vencidos, los físicos inventaron unidades nuevas, más pequeñas, que llamaron electrones y protones, de los cuales se componen los átomos, y durante años se supuso que estas nuevas unidades, poseían la indestructibilidad antes atribuida a los átomos. Desgraciadamente parecía que los protones y electrones podían chocar y estallar, formando no una sustancia nueva, sino una onda de energía, que se extiende por el universo con la velocidad de la luz. La energía tenia que sustituir a la sustancia, respecto a la permanencia. Pero la energía, distinta a la sustancia, no representa el refinamiento de la noción vulgar de una “cosa”, es meramente una característica de procesos físicos. Puede arbitrariamente, identificarse con el fuego de Heráclito, pero se trata de la acción de arder, no de lo que arde. “Lo que arde” ha desaparecido de la física moderna.
La doctrina del fluir perpetuo, tal como la enseñó Heráclito, es dolorosa, y la ciencia, como hemos visto, no logra refutarla. Una de las principales ambiciones de los filósofos, ha sido revivir esperanzas que la ciencia parecía haber matado. Por lo tanto, los filósofos han buscado con gran ahínco, algo que no esté sometido al imperio del tiempo. Búsqueda que se inició ya con Parménides. Los físicos modernos son partidarios de Heráclito contra Parménides. Pero lo fueron de Parménides, hasta que llegaron Einstein y la teoría de los cuantos.
Veamos finalmente la crítica de la doctrina de Heráclito. Muy pronto se la llevó al extremo, de acuerdo con la práctica de sus discípulos, entre los brillantes jóvenes de Éfeso. Una cosa puede cambiar de dos maneras, por locomoción y por cambio de cualidad, y la doctrina de la fluencia afirma que todo cambia siempre en ambos aspectos. (En la doctrina que examina Platón, hay cambio de cualidad y de lugar, pero no de sustancia. Y a este respecto, la física moderna de los cuantos, va más allá que los discípulos más extremos de Heráclito en tiempos de Platón. Éste lo hubiera considerado fatal para la ciencia, pero no ha resultado así). Y no sólo todo sufre siempre “un” cambio cualitativo, sino que todo cambia siempre “todas” sus cualidades, así, al menos se nos dice, pensaban los inteligentes de Éfeso. Esto tiene malas consecuencias. No podemos decir “esto es blanco”, porque si era blanco cuando empezamos a hablar, ya no lo será cuando terminemos la frase.
Lo que viene a ser el argumento mencionado es que, cualquiera que sea la cosa que pueda estar en perpetua fluencia, los significados de las palabras deben fijarse, al menos una vez, puesto que de otra manera no se determina ningún aserto, y ninguno es más verdadero que falso. Debe haber “algo” más o menos constante, si el discurso y la ciencia han de ser posible. Russell creía que esto debía admitirse. Pero, añadía, una gran parte de fluencia es compatible con esta admisión.
Pues esto.

Palma. Ca’n Pastilla a 20 de Abril del 2018.



lunes, 7 de mayo de 2018

POLÍTICA Y FELICIDAD PÚBLICA

En la antigüedad griega, Sófocles en “Edipo en Colona” – obra de su vejez – nos hace saber, por la boca de Teseo, el fundador legendario de Atenas y su portavoz, que lo que hacía posible que los hombres corrientes, jóvenes y viejos, pudiesen soportar las cargas de la vida: era la “polis”, el espacio donde se manifestaban los actos libres y las palabras del hombre, lo que podía dar esplendor a la vida.
Muchos siglos más tarde, Thomas Jefferson – en un comunicado a la Convención de Virginia de 1744 que, en muchos aspectos, fue una anticipación a la Declaración de Independencia – había declarado que “nuestros antepasados”, al abandonar los “dominios británicos de Europa”, ejercieron “un derecho que la naturaleza ha conferido a todos los hombres… de establecer nuevas sociedades, bajo las leyes y estatutos que estimen más convenientes, para promover la ‘felicidad pública’”. Si Jefferson estuvo en lo cierto, los colonos debieron ser movidos, incluso entonces, por una especie de insatisfacción con los derechos y libertades de los ingleses, estimulados por el deseo de hallar un tipo de libertad, de la que los “habitantes libres” de la madre patria no gozaban. A esta libertad la llamaron más tarde, cuando ya gozaban de ella, “felicidad pública”, y consistía en el derecho que tiene el ciudadano a acceder a la esfera pública, a participar del poder público – a ser “partícipe en el gobierno de los asuntos”, según una notable frase de Jefferson – como un derecho distinto de los que normalmente se reconocían a los súbditos, a ser protegidos por el gobierno en la búsqueda de la felicidad privada. El hecho de que la palabra “felicidad”, fuese elegida para fundar la pretensión a participar en el poder público indica, sin lugar a dudas, que existía en el país, con anterioridad a la revolución, algo parecido a la “felicidad pública”, y que esos hombres sabían que no podían ser completamente “felices”, si su felicidad estaba localizada en la vida privada, única esfera en la que se podía gozar de ella.
René Char y Albert Camus
No obstante, el hecho histórico, me parece, es que la Declaración de Independencia habla de “búsqueda de la felicidad”, no de felicidad pública. Quizá ello se deba a que Jefferson no estaba muy seguro, de que clase de felicidad hablaba, cuando hizo de su búsqueda, uno de los derechos inalienables del hombre.
Recordemos que la tiranía, según terminaron por entenderla las revoluciones, era una forma de gobierno en la que el gobernante, incluso aunque gobernase de acuerdo a la leyes del reino, había monopolizado para sí mismo el derecho de acción, había relegado a los ciudadanos de la esfera pública a la intimidad de sus hogares, y les había exigido que se ocupasen de sus asuntos privados. En otras palabras, la tiranía despojaba de la felicidad pública, aunque no necesariamente del bienestar privado.
Hacia el final de su vida, Jefferson concluía una carta a Adams (su duro adversario de toda la vida y, sin embargo, amigo) con estas palabras: “Quizá nos encontremos de nuevo en el Congreso, junto a nuestros antiguos colegas, y recibamos con ellos la fórmula de aprobación ‘Bien hecho, funcionarios fieles y bondadosos’”. A mi modo de ver, estas palabras, aun en su ironía, expresan la cándida admisión de que la vida en el Congreso, las alegrías de los discursos, de la legislación, de la transacción, de la persuasión, del propio convencimiento… “la felicidad pública”, constituían en no menor medida para Jefferson, un goce anticipado de una eterna bienaventuranza futura, lo que la contemplación había representado para la piedad medieval.
Thomas Jefferson
A fin de comprender lo inusitado que era en el cuadro de la tradición occidental, en la segunda mitad del siglo XVIII, concebir la felicidad política y pública, a imagen de la bienaventuranza eterna, no estará de más recordar que para Tomás de Aquino, por ejemplo, la “perfecta beatitud” consistía exclusivamente en una visión, la visión de Dios, y que para alcanzar esta visión no se requería la presencia de ningún amigo, todo lo cual, dicho sea de paso, está en consonancia con la idea platónica, de la vida de un alma inmortal. Jefferson, por el contrario, sólo era capaz de concebir un perfeccionamiento de los mejores momentos y más felices de su vida, si ensanchaba el círculo de sus amigos, de tal forma que pudiera sentarse “en el Congreso”, con los más ilustres de sus “colegas”.
Y finalmente, ya más en nuestra época, el poeta René Char, probablemente el más leído de cuantos escritores franceses, se unieron a la Resistencia frente a los nazis, durante la Segunda Guerra Mundial, también nos habla del tema de la “felicidad pública”. Su libro de aforismos “Feuillets d’Hypnos” (París 1946) es una anticipación francamente pesimista, de la ya próxima liberación de Francia. De su lectura deducimos que sabía bien, al menos en lo que a él atañía, que se trataría no sólo de la liberación bien recibida de la ocupación alemana, sino también de la liberación de la “carga” de los asuntos públicos. Significaría regresar de nuevo al “épaisseur tiste” de sus vidas y ocupaciones privadas. “Si sobrevivo – escribe – sé que tendré que prescindir, de la fragancia de estos años fundamentales, que tendré que renunciar (no reprimir) a mi tesoro”. Para él el tesoro era haberse “encontrado a sí mismo”, no tener que dudar más de su propia “sinceridad”, no necesitar de máscara ni ficción para presentarse en público, poder presentarse ante los demás y ante sí mismo como era en realidad, poder, en fin, soportar “su propia desnudez”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Abril del 2018.