Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 29 de enero de 2018

PENSAMIENTOS CAUTIVOS

Nos relata Tony Judt en “El refugio de la memoria”, como Czeslaw Milosz, que creció en la república polaca de entre guerras, sobrevivió a la ocupación y era ya un poeta de cierto prestigio, cuando fue enviado a París como agregado cultural de la nueva república popular. Pero en 1951 desertó trasladándose a Occidente. Y dos años más tarde publicó su obra de mayor influencia, “El pensamiento cautivo”. Su lectura sigue vigente, opina Judt, y es, con diferencia, el más intuitivo y perdurable ensayo, sobre la influencia que ejerció el estalinismo en los intelectuales y, más genéricamente, sobre el atractivo de la autoridad y el autoritarismo para la “intelligentsia”.
En su mencionada obra Milosz estudia a cuatro de sus contemporáneos y los autoengaños en los que cayeron, en su viaje de la autonomía a la obediencia, subrayando lo que él llama: la necesidad de los intelectuales de un “sentimiento de pertenencia”.
En mi opinión hay dos imágenes del libro que merece la pena recordar. Una es la “píldora de Murti Bing” en “Insaciabilidad”, una poco conocida novela escrita en 1927 por Stanislaw Ignacy Witkiewicz. En ella los centroeuropeos, a punto de ser conquistados por unas hordas asiática no identificadas, toman una píldora que los libera del miedo y la ansiedad; animados por sus efectos, no sólo no se enfrentan a sus ocupantes, sino que son felices por tenerlos como nuevos amos.
Czeslaw Milosz
La segunda imagen podría ser la del “ketman”, inspirada en la obra de Arthur de Gobineau “Religiones y filosofías de Asia Central”, en la que un viajero francés da cuenta del fenómeno persa de las identidades electivas. Quienes han interiorizado el modo de ser que les convierte en “ketman”, pueden vivir con la contradicción de decir una cosa y creer otra, adaptándose a cada nuevo requerimiento de sus gobernantes, convencidos de que han preservado, en algún lugar del interior de sí mismos, la autonomía de alguien que piensa libremente o, en todo caso, de un pensador que ha optado libremente, por subordinarse a las ideas y dictados de los otros.
Escribía Milosz que “el ketman reconforta, invitándonos a soñar con lo que podría ser, y hasta el muro circundante, nos permite el consuelo de la ensoñación”. Escribir para el cajón del escritorio – muchos opinarán que eso es lo que debería hacer yo – se convierte en un signo de libertad interior. Al menos su audiencia – piensan los pretenciosos – les tomaría en serio si pudiera llegar a leerles.
Entre el ”ketman” y la “píldora de Murti Bing”, Milosz disecciona brillantemente el estado de ánimo del “compañero de viaje” – como se decía en mi juventud – del idealista engañado y del zángano cínico. Su ensayo – a mi modesto entender – es más sutil que “Oscuridad a mediodía” de Arthur Koestler, y menos implacable, desde un punto de vista lógico, que “El opio de los intelectuales” de Raymond Aron.
El pensamiento cautivo” tropezó con frecuencia con cierta incomprensión. Milosz daba por supuesta, la captación intuitiva de la mentalidad del “creyente”: la del hombre o la mujer que se han identificado con la historia, y se alinean entusiásticamente con un sistema, que los priva de la libertad de expresión. Allá por 1951, él podía razonablemente asumir que ese fenómeno – ya fuera asociado con el fascismo, con el comunismo, o con cualquier otra forma de represión política – sería sobradamente conocido.
Pero Tony Judt nos recuerda que en sus clases de los años setenta, pasó la mayor parte de su tiempo, explicando a estudiantes presuntamente radicales, por qué un “pensamiento cautivo” no era algo bueno. Y que, treinta años después, su joven audiencia se quedaba sencillamente perpleja: ¿Por qué vendería alguien su alma a “cualquier” idea, mucho menos a una idea represiva? Pasado el umbral del siglo XXI, pocos de sus estudiantes norteamericanos habían conocido alguna vez a un marxista. El abnegado compromiso con una fe secular, estaba fuera del alcance de su imaginación. Cuando comenzó como profesor, nos explica Judt, su desafío consistía en explicar por qué la gente perdía su ilusión por el marxismo; pero que hoy el obstáculo insuperable al que uno se enfrenta, es el de explicar la ilusión misma.
Los jóvenes de hoy si lo leyeran, puede que no comprendieran la importancia del libro de Milosz, y su estudio les parecería una pérdida de tiempo. Represión, sufrimiento, ironía e, incluso, creencia religiosa, todo eso podrían entenderlo. Pero ¿el autoengaño ideológico? De este modo los lectores actuales de la gran obra de Milosz, se parecerían a los ciudadanos occidentales, que no entendía a los emigrados de los países comunistas. “Ello no saben – escribía Milosz – lo que uno paga; los que están fuera no lo saben”.
Pero hay más de una clase de cautividad. Recuerdo aún perfectamente el trance, tipo “ketman”, de los intelectuales arrastrados por la deriva bélica de George W. Bush, no hace tantos años. Confirmaban su abducción por el modelo “ketman”, cuando años después afirmaban con orgullo: “tuvimos razón al equivocarnos”, un eco revelador, aunque quizá inconsciente, del “plaidoyer” de los compañeros de viaje franceses: “Mejor habernos equivocado con Sartre, que haber dado la razón a Aron”. Como se mide mejor el grado de esclavitud, en el que una ideología mantiene a un pueblo, es por la colectiva incapacidad de este para imaginar alternativas. Sabemos de sobra que la fe sin límites en los mercados desregulados, mata. Y sin embargo, ahí están tantos gobiernos presos por la lapidaria frase de Margaret Thacher: “No hay alternativa”.
Y no aprendemos de la historia, pues fue precisamente en tales términos, como el comunismo se presentó a sus “beneficiarios” después de la Segunda Guerra Mundial. El que tantos admiradores de Stalin en el extranjero, fueran arrastrados a la cautividad intelectual, se debió a que la historia no supo presentar un relato alternativo al comunismo. Pero cuando Milosz publicó “El pensamiento cautivo”, los intelectuales occidentales aún discutían entre modelos sociales genuinamente competitivos, ya se tratara de socialdemocracia, de mercado social, o de variantes de mercado regulado del capitalismo liberal. Hoy desgraciadamente, a pesar de alguna aislada protesta keynesiana, reina el acuerdo sobre el llamado “consenso de Washington”.
Y atentos, no hay nada de inocente en la voluntaria servidumbre de los comentaristas, ante la nueva panortodoxia. Muchos de ellos, al modo del “ketman”, lo saben bien, pero prefieren no asomar sus cabezas por encima del parapeto. En este sentido tienen algo en común, con los intelectuales de los años del comunismo. Más de un siglo después de su nacimiento, sesenta y cuatro después de su ensayo seminal, la acusación de Milosz contra el intelectual servil, es quizá más convincente que nunca: “Su principal característica es el miedo a pensar por su cuenta”.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 9 de Noviembre del 2017.



lunes, 22 de enero de 2018

"TRANSICIÓN" DE SANTOS JULIÁ

Anoche acabé de leer esta última obra de Juliá. Y me encantó.
Investigando sobre el concepto “transición”, y desde cuando se ha empleado, en el curso de nuestra convulsa historia (en realidad desde las primeras décadas del siglo XIX) nos lega un riguroso tratado sobre los años que discurren desde el exilio político – producido por el franquismo - prácticamente hasta el día de hoy.
Juliá nos recuerda, con absoluto rigor histórico, muchos de los debates que aún hoy nos ocupan, pero que en realidad vienen ya de muy lejos: Las dos Españas, el concepto de nación, Monarquía-República, nacionalismos, memoria histórica, evolución política de los partidos en el exilio, la Constitución del 78, el llamado “desencanto”, la emergencia de los populismos…
Para aquellos que piensan que la Transición fue algo improvisado o, peor, algo muñido por unas élites franquistas en busca de un nuevo acomodo, ante la ingenuidad y la cobardía de los partidos de izquierda, bueno será comprobar como muchos de los postulados defendidos y luego plasmados en la Constitución, ya habían sido debatidos y adoptados por todos, o casi todos, los partidos del exilio y del interior. Santos Juliá rechaza que la sociedad española de 1976, estuviera dominada por el miedo y la aversión al riego. Sostiene que era una sociedad en movimiento, muy visible en calles y espacios públicos, para exigir “amnistía, libertad y estatutos de autonomía”. “No fue” – concluye – “una masa inerte y despolitizada, pasiva o amorfa, dejando que a sus espaldas unas élites desaprensivas, pactaran el futuro”.
A diferencia de las más antiguas democracias, para cuyo asentamiento resultaron necesarias la revolución o la guerra, la sociedad española fue capaz de organizarse democráticamente, en apenas tres años y, si no de manera absolutamente pacífica, sí soportando una violencia reducida, que pudo ser absorbida, por las nuevas y aun endebles instituciones.
Los españoles comenzaron a referirse con orgullo a su democracia. Y la transición que habían protagonizado despertaba admiración, hasta el punto que en muchos países, se puso como modelo a seguir. A este respecto, el historiador Raymond Carr dijo de ella “que era un festín para los politólogos”. Y no tardó mucho en elevarse a la categoría de mito.
Pero pronto hizo su aparición lo que vino en llamarse “el desencanto”. Especialmente de aquellos sectores más extremistas de izquierda, que al inicio del proceso de transición, soñaron con diversas utopías. Santos Juliá nos recuerda que Cebrián, calificaba la permanencia de UCD en el Gobierno, como un triunfo de la derecha, “la verdadera heredera del poder de Franco” (hay en todo el libro, una especie de ajuste de cuentas con el director de El País). Vidal Beneyto describía la Transición, como “una ablación de la memoria”. Sostiene Juliá, que El País fue “el principal artífice del relato de la Transición como desencanto”. Y a tales efectos, de nuevo Raymond Carr – coautor de la primera historia de la Transición, con Juan Pablo Fusi – llamó la atención sobre los riesgos de dejarse arrastrar, por “una falsa concepción de la democracia, y de lo que ésta es capaz de conseguir”.
El fallido golpe de Estado de 1981, borró de un plumazo el manido “desencanto”. Y el triunfo del PSOE por mayoría absoluta en 1982, tendría un efecto decisivo en la mirada sobre la Transición. Reapareció la convicción, tan repetida desde los años cincuenta, de que el franquismo y la guerra eran hechos históricos, que deberían quedar como pasto de los historiadores.
Santos Juliá recuerda, en la parte final de su obra, que en los últimos años la Constitución del 78, vuelve a verse sometida a diversas embestidas, no sólo por cuestiones de soberanía, que discuten algunos nacionalistas vascos y catalanes, sino también por los efectos de una crisis económica, que ha causado una profunda desafección política, y que ha alumbrado nuevas fuerzas políticas. Sostiene Juliá, que Podemos busca una hegemonía discursiva, mediante una amalgama de demandas sociales desatendidas, con la televisión como palanca, lo que obliga a simplificar el mensaje en un simple: ¡Abajo el régimen! Emulando a Arquímedes: “dame un buen relato y moveré el mundo”.
En mi modesta opinión, de la lectura de “Transición” podemos recordar algunas cosas, aprender otras, y deducir muchas cara al futuro. La democracia española actual, no ha sido efímera como la republicana. Ha durado y está siempre abierta a su propio cuestionamiento. Casi el 70% de los españoles, confiesa que conoce poco o nada la Constitución. Sólo un 15% declara que la ha leído entera. Pasados cuarenta años, atribuir la menor calidad de la democracia española a la transición, no es sino echar balones fuera, y rehusar la responsabilidad que compartimos sobre ella, políticos de cualquier signo y ciudadanos.
Cambiando el tercio. Juliá utiliza, sus lectores ya lo sabemos, una narrativa muy austera, con algo de retranca gallega (no en vano nació en Ferrol). Su prosa, es sólo mi opinión, no tiene la belleza y el ritmo de la de Raymond Carr. Tampoco su ironía. Y por eso nos sorprendemos cuando de repente, se permite alguna licencia literaria, o una afirmación jocosa.
Para cualquiera que se dedique, o piense dedicarse, a la política en este país tan dado a las convulsiones, “Transición” debería ser de obligada lectura.
Este es un somero resumen de lo que me ha parecido este libro.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 20 de Enero del 2018.


lunes, 15 de enero de 2018

FEMINISMO ¿FRANCÉS O ESTADOUNIDENSE?

Hace no mucho se articuló en EE.UU. una iniciativa feminista #Me Too, que pronto se convirtió en una especie de tsunami. Se generalizó la denuncia contra aquellos hombres, que se benefician de las desigualdades que aún existen respecto de las mujeres, no las respetan, las desprecian, agreden, ningunean e, incluso, las violan o matan. Me pareció excelente que cientos de mujeres dieran un paso al frente, para denunciar esa lacra, dejaran de tener miedo, y estuvieran dispuestas a hablar alto y claro en las redes, frente a las cámaras y en los tribunales. Pero como sucede desgraciadamente con frecuencia en las redes, pronto se sumaron al movimiento voces más histéricas, y miles de los que se apuntan a lo que mola, a los comentarios y noticias que se sabe recibirán cientos de “me gusta”. Y entonces me empezaron a entrar dudas. Pero no me vi con fuerzas para entrar en ese complicado jardín.
De pronto se publica en Francia, un polémico manifiesto firmado por cien intelectuales y artistas, que critican el movimiento #Me Too. Y se ha armado la marimorena. Me llamó la atención, que una de las firmantes fuera Catherine Millet, directora de Art Press, revista que cofundó en 1972. En su día me había leído “La vie sexuelle de Catherine M.”, una atrevida autobiografía de su vida sexual, en la que relataba sin pelos en la lengua sus prácticas sexuales, incluidas orgías con desconocidos. Me admiró su extrema sinceridad y valentía, pero, quizá aún más, el hecho de que en Francia, una mujer pudiera reconocer la práctica de juegos sexuales, que a muchos les parecerían inapropiados, y seguir tranquilamente viviendo su vida pública, y llevando el timón de una prestigiosa publicación de arte. Al manifiesto de las francesas, le han llovido vituperios sin cuento. Me entraron ganas de echar mi cuarto a espadas, más no me atrevía aún a meterme en semejante avispero.
Catherine Millet
Pero el otro día le dí una palmada en el culo a una de mis nietas y, de pronto, me escuché pidiéndole perdón, disculpas. ¡Madre del amor hermoso, me dije, hasta donde vamos a llegar! Heme aquí, pidiendo perdón por un gesto cariñoso. Ni que fuera un acosador o un pedófilo. Por favor. Y después de charlar sobre el tema con Marita, mientras desayunábamos, me puse a redactar estas líneas.
En mi opinión, tanto los de #Me Too como el manifiesto francés, llevan su parte de razón e incluyen muchas exageraciones. Vaya por delante que en cuestión de libertades, especialmente referidas a costumbres, no tengo dudas: Francia. Los EE.UU. me han parecido siempre, un tanto cautivos – por ser suave - de un puritanismo casposo, más propio de la Edad Media.
Pero a lo que íbamos. Los que me conocen me han oído repetir, que incluso las causas más nobles, cuando se salen de madre, pierden gran parte de su justificación. Se puede luchar contra esa lacra de acoso sexual a las mujeres, sin necesidad de regresar al puritanismo victoriano. Y se debería poder discrepar de los excesos de #Me Too, sin ser por eso condenado a la hoguera como hereje. Hay que llevar mucho, mucho cuidado, con esos “tribunales públicos” que se constituyen en las redes y en los medios, en los que el acusado no tiene la mínima posibilidad de defenderse. Me aterrorizan esas “olas purificadoras” que recorren nuestra actual sociedad. Se comienza por denegar a alguien ejercer ciertas funciones, después se queman sus libros, sus cuadros o sus películas, y se termina ingresándolos en un campo de concentración. No sería la primera vez en la historia.
Muy cierto es que en la vida social, en nuestro vivir con los demás, nos topamos con frecuencia, con actos que nos importunan, molestan, fastidian, incomodan, nos sacan de quicio… Pero creo que debemos admitir, que hay un margen en el que el comportamiento de los demás puede desplegarse, sin que sea un delito. Hay comportamientos que te pueden parecer extremadamente molestos y tienes derecho a quejarte, sí. Pero de ahí a considerarlos un delito, hay un espacio que no deberíamos traspasar. Mucho ojo al soñar con sociedades utópicas, reguladas hasta el mínimo detalle (reléase el “1984” de George Orwell). La codificación de las relaciones en todos los detalles de la vida, es imposible. Al menos hasta que todos seamos robots.
Cuanta más libertad haya en la circulación de los discursos y de las imágenes, más se crisparán los sectores a quienes molesta la libertad. Debemos acostumbrarnos a ello. Y embridar nuestras emociones, para no entrar en una espiral de violencia imparable. Con extrema preocupación me parece detectar, un clima de inquisición en el que cada uno vigila a su vecino, y luego lo denuncia en las redes. Todos los rincones de nuestra sociedad, parecen estar bajo vigilancia, incluida nuestra esfera más íntima. Y quizá lo más sorprendente, al menos para mí, es que esta voluntad de censura, ya no proceda exclusivamente, de los círculos más conservadores.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Enero del 2018.


martes, 9 de enero de 2018

EL SEXO Y LA ESTÉTICA

La lectura estos días, de un maravilloso librito “La nuesa del silenci. Textos per a una ètica-estètica”, que me ha regalado mi buen amigo Miquel Rayó, me ha llevado a recordar, una anécdota que me sucedió hace ya años.
Conocí en mis tiempos en Madrid, allá por finales de los ochenta, a Kristín Elliott Rubio, de padre escocés y madre leonesa.
Nos encontramos por primera vez, en una comida organizada por el entonces embajador español en Aman, Enrique Peláez del Río, cuyo invitado de honor ese día, era Antonio Gala.
 Kristín Elliott Rubio
Kristín, licenciada en Filología inglesa, andaba por entonces indecisa, entre dedicarse al periodismo o la escritura, lo cual no es tan diferente pero, por eso mismo, más difícil de decidir. Elegir entre lo bueno o lo malo no tiene mérito, lo peliagudo es elegir entre dos bienes. Me pareció una joven alegre, trabajadora y sensata. Nos veíamos de vez en cuando, en actos más o menos oficiales, organizados por el Gobierno de Felipe González.
Hacia finales de siglo yo dejé la política y regresé a Mallorca. Ella hacía un par de años, que se había mudado a vivir a Edimburgo.
Seguimos en contacto por correos electrónicos, tampoco tan frecuentes. Pero un día recibí uno, en el que adjuntaba un recorte del periódico “Evening News”, para el cual había realizado una entrevista al Duque de Bowmore, miembro de la Cámara de Los Lores, experto constitucionalista y un liberal escocés de los de verdad, no de esos “neos” de hoy, de aquellos que, cuando su más feroz adversario parecía tener razón, no dudaban en admitirlo a las claras, sin que se les cayera ningún anillo.
La entrevista, por la abrumadora cultura del Duque, y por la sagacidad de las preguntas de Kristín y su hermosa prosa, diríamos, hoy, que se “hizo viral”. Y Kristín muy conocida como periodista.
Al año, más o menos, en un nuevo correo, me confesaba que se había acostado con el Duque ¿Cómo – estallé yo – te fuiste a la cama para conseguir la entrevista? No – me respondió – fue justamente al revés, la entrevista suscitó una bella amistad, y lo demás vino como una consecuencia inevitable. Y, por cierto, no creo que ocurra de nuevo. Aquel par de horas fueron el simple colofón, de toda una serie de factores deslumbrantes, glamurosos, que muy difícil volverán a confluir y que, además, no me interesa que lo hagan. Mis planes de una vida en común con alguien, no van por ahí, si es que van por alguna parte.
Y continuaba: ¡Ah Emilio, la estética, tu ya me lo habías enseñado y advertido! “Bearn”, “Il Gattopardo”, “Grupo de familia”… Villalonga, Lampedusa, Visconti… Lo hoy tan olvidado, "l’esprit", “le charme”, la cultura, la buena educación, las formas, las tradiciones, la caballerosidad… esa estética de la decadencia que te embriaga, te atrapa, te seduce, te erotiza… Tenía que haberlo recordado.

(Algunos de los nombres de personas que aún viven, por respeto a ellas, han sido enmascarados).

Palma, Ca’n Pastilla a 26 de Diciembre del 2017.


viernes, 5 de enero de 2018

"INTELLIGENTSIAS Y NOVISMO"

Cada generación quiere ser nueva, original, tiene necesidad de sentirse expedita y ligera, tiene que decir algo que no se haya dicho todavía, y contradecir lo que ya se ha dicho. Sino fuese así – escribía Giovanni Sartori – nuestra vida no tendría objetivo, ni la historia dinamismo. Pero no es fácil ser originales. El camino más fácil es la ignorancia. El que no sabe nada, puede despertarse cada mañana con una nueva ocurrencia, nueva para él. En los años sesenta mi generación, estaba convencida de que no había habido luz, hasta que fue encendida por nosotros, entonces veinteañeros. El más hábil entre ellos, decía sarcásticamente Sartori, redescubrió el paraguas. Sin embargo, la mayoría de las veces, el paraguas no se abría, y lo redescubierto estaba mal redescubierto (a lo mejor ya aparecía, mejor dicho y mejor explicado, en Aristóteles). Y muchos han buscado desde siempre, la originalidad en el extremismo.
Pero el extremismo – decía mi admirado Ortega – es un “falsificador nato”, es aquel que cambia la innovación por la exageración. Y exageración es lo contrario de la creación, es la definición de la inercia. Los exageradores son los inertes de su época. El hombre creador conoce los límites de su original verdad y, por lo mismo, está sobre aviso, pronto a abandonarla en el punto donde empieza a convertirse en falsedad. El intelectual extremista prospera, en cambio, robándoles las ideas a los demás y haciendo pasar su distorsión por una innovación. En realidad su originalidad estriba en ruido, en decibelios, en la inflación de las palabras, en exagerar la verdad hasta transformarla en no-verdad.
Recordemos que el primer retrato completo, del personaje que hoy identificamos con el nombre de “intelligentsia” nos lo proporcionó, en 1927, el libro de Julien Benda titulado “La traición de los clérigos”. En aquel texto Benda contrapone los laicos, “aquellos que desempeñan la función de atender a los quehaceres mundanos”, a los clérigos, los “que no están dedicados a la obtención de fines prácticos”. A lo largo de los milenios, los clérigos se mantuvieron totalmente ajenos a las “pasiones políticas”, pasiones a las que más bien se oponían, mirándolas desde lo alto “como moralistas”. Pero al final del siglo XIX “ocurrió un cambio fundamental: los clérigos empezaron a jugar al juego de las pasiones políticas”. En nuestros días los clérigos están implicados en las pasiones de la política, con todas las características de las pasiones: la propensión a la acción, la sed de resultados inmediatos, la preocupación exclusiva del fin, el desprecio por la argumentación, el exceso, el odio, las ideas fijas. Se entiende que el retrato trazado por Benda, se aplicaba a los clérigos que “habían cometido traición”, no a todos los intelectuales. Pero desde entonces – afirma Sartori – el clérigo a la antigua ha acabado estando en franca minoría.
Las “intelligentsias” de nuestros tiempos, sitúan sus orígenes en el Siglo de la Luces. Pero a Sartori le parece más exacto ver al intelectual activista de hoy, como fruto de la explosión romántica. Los “philosophes” de la Ilustración, eran herederos de las ideas claras y definidas de Descartes, y su misión era, precisamente, iluminar difundiendo el saber. Nada que ver con el “movimientismo” que se consolida en la izquierda hegeliana, que se relaciona con el historicismo romántico, y que se agrupa bajo el estandarte de la necesidad de ser “históricos a cualquier precio”; lo que significaba que siempre había que anticipar, y hasta desbancar la historia anticipándola y guiándola. En realidad, aquel activismo suyo no era de acciones, era de palabras, de exageraciones verbales. Desde entonces siempre ha habido por ahí, “exageradores que exageraban” (Sartori dixit). Al final la historia de nuestro tiempo, de estos nuestros aciagos días, ha quedado permeada de “hubris”, de exceso, de la aclamación, especialmente en las redes, de todo lo que sea “desproporcionado”: aclamado, precisamente, porque se desprecia la “proporción”, porque la “medida” no es noticia, no produce éxito, no devenga en “me gusta”, y no hace historia.
Los nuevos fenómenos necesitan, para ser identificados, un nuevo nombre. Y Giovanni Sartori proponía el de “novismo”, el ansia de ser nuevo a cualquier precio, cueste lo que cueste. El “novista” sería ese que está siempre adelantándose, siempre superándolo todo. Como escribía también Daniel Bell: algunos de nosotros están siempre “más allá”, siempre apuntando más allá de la moralidad y, también, más allá de la cultura.
Que duda cabe que el destino del hombre es ir hacia delante, no es detenerse, ni mucho menos volver atrás ¿Pero “adelante” y “atrás” respecto a que punto de referencia? La historia es como el mito de Sísifo, cada generación vuelve a empezar desde el principio. Ninguno de nosotros nace civilizado, nuestra verdadera partida de nacimiento, lleva escrito el año cero. Nuestra edad histórica, nuestra madurez como hombres de nuestro tiempo, tiene que ser reconquistada cada vez. Y cada vez el trayecto se hace más largo, hay que volver a remontar siempre más. A veces parece que no soportáramos el esfuerzo, que la línea de la tradición occidental se ha vuelto demasiado larga, que ya no conseguiremos volver a recorrerla. Con frecuencia nos asalta a algunos, al menos a mí, la sospecha de que el hábitat histórico es más civilizado que sus civilizados habitantes, y que las civilizaciones se desintegran precisamente, porque terminan por adelantarse a sus protagonistas ¿Estaremos preñados de futuro, o más bien estamos perdiendo el paso?
Los historiadores sabemos que el hombre nunca se detiene, porque lo lleva grabado en su naturaleza. Pero no está dicho, y estos aciagos días parecen confirmarlo, que al moverse avance. Decía Charles Edward Lindblom (nacido el 21 de marzo 1917 en Turlok, California, Estados Unidos, Profesor Emérito de Ciencias Políticas y Económicas en la Universidad de Yale) “La condición humana es: grandes problemas, pequeño cerebro”. Modestamente de una cosa creo estar seguro: para progresar es necesario avanzar, pero recordando siempre la historia, el pasado, al menos sus errores. Avanzar sabiendo y aprendiendo. Pero el “novismo” – nos recuerda Sartori – prospera en la ignorancia, desprecia la humilde tarea de intentarlo una y otra vez, y premia la exageración. Es una receta casi infalible de derrota.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Noviembre del 2017.