Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

lunes, 25 de diciembre de 2017

LA POLÍTICA ¿UN MAL NECESARIO?

Aunque a alguno le pueda sorprender, el pensamiento político mismo, tal como nos enseñó Hannah Arendt, es más antiguo que nuestra tradición filosófica, que comienza con Platón y Aristóteles; del mismo modo que la filosofía misma es más antigua y abarca más, de lo que la tradición occidental finalmente aceptó y desarrolló. Uno de los problemas con que se ha topado con frecuencia la apreciación de la filosofía política, es la influencia desmesurada de Platón en nuestra cultura, y su desprecio indisimulado por la política, su convicción de que “los asuntos y las acciones de los hombres, no merecen que se los tome muy en serio”. Pero la posición de Platón no dejaba de ser interesada. Tal y como él mismo dejo claro en varias ocasiones: el filósofo tiene miedo de que por culpa de una mala gestión de los asuntos públicos, no sea capaz de dedicarse a la filosofía. Pero hay un problema añadido, y es que la política, ya en tiempos de Platón, comienza a ensanchar su espacio, por así decirlo, en dirección descendente, hacia las necesidades más propias de la vida; de modo que al desprecio de los filósofos por los asuntos perecederos de los mortales, se añadió el desdén específicamente griego, hacia todo lo que es necesario para la mera vida, para la supervivencia. De manera que cuando los filósofos, comenzaron a preocuparse por la política de modo sistemático, la política se convirtió para ellos en un mal necesario.
Hannah Arendt
Así, nuestra tradición de filosofía política desde sus inicios, ha privado a los asuntos políticos, a aquellas actividades que incumben al espacio público común, de toda la dignidad que les sería propia. En términos aristotélicos, la política es un medio para conseguir un fin; no tiene un fin en y por si misma. Spinoza, desde su actividad puliendo lentes, pudo llegar a convertirse en la figura simbólica del filósofo. Pero desde Sócrates, ningún hombre de acción, nadie cuya experiencia original fuera política, como la era, por ejemplo, la de Cicerón, podía esperar a ser tomado en serio alguna vez por los filósofos. Y ninguna acción específicamente política, ni ninguna grandeza humana tal y como se expresa en la acción, podía aspirar a servir de ejemplo para la filosofía.
Tal vez tenga aún mayores consecuencias para la degradación de la política, el hecho de que, a la luz de la filosofía, la política no tenga ni siquiera un origen propio: surgió únicamente debido al hecho elemental y prepolítico de la necesidad biológica, que hace que los hombres se necesiten los unos a los otros, en la ardua tarea de mantenerse con vida. O dicho de otra manera, la política es un derivado en doble sentido: tiene su origen en el dato prepolítico de la vida biológica, y tiene su fin en la posibilidad más elevada, postpolítica, del destino humano. Podríamos decir que la política está limitada, desde abajo por el trabajo, y desde arriba por la filosofía. Y ambas están excluidas de la política “in stricto sensu”, una como su origen humilde y la otra como su encumbrado objetivo y fin.
A mi entender, la filosofía política nunca se ha recuperado totalmente, de este golpe propinado por la filosofía “pura”, desde los mismos comienzos de nuestra tradición. El desprecio a la política, la convicción de que la política es un mal necesario, recorre como un hilo rojo todos los siglos que separan a Platón de nuestros días. Para Hannah Arendt resulta irrelevante si esta actitud se expresa en términos seculares, como en Platón y Aristóteles, o si lo hace en los términos del cristianismo. Fue Tertuliano el primero que sostuvo que, en tanto que somos cristianos, nada nos es más ajeno que los asuntos públicos. Y la misma noción fue retomada, otra vez en términos seculares, expresándose en la melancólica reflexión de James Madison (cuarto Presidente de EE.UU.) de que el gobierno no es, sin duda, nada más que un reflejo de la naturaleza humana, y que no sería necesario si los hombres fuesen ángeles. Y por Nietzsche en sus furiosas palabras: “Ningún gobierno respecto del cual, los sujetos tengan que preocuparse, puede ser bueno en absoluto”.
Cicerón
Además de la degradación inherente de todo este espacio de la vida por la filosofía, lo que importa es la separación radical de aquellos asuntos que los hombres pueden alcanzar y conseguir, solamente viviendo y actuando juntos, de aquello otros que se perciben y son atendidos por el hombre en su singularidad y soledad. No importa si el hombre en su soledad busca la verdad, o si se preocupa por la salvación de su alma. Lo que importa es el abismo infranqueable que se abrió y que nunca se ha cerrado, no entre lo que se denomina individuo y lo que se denomina comunidad, sino entre ser en soledad y vivir juntos. Ni la separación radical entre la política y la contemplación, entre el vivir juntos y vivir en soledad, como dos modos distintos de vida, fue puesta nunca en duda después de que Platón la estableciera. La única excepción fue Cicerón, quien, a partir de su inmensa experiencia política romana, dudó de la validez de la superioridad del “bios theörëtikos” sobre el “bios políticos”, de la validez de la soledad sobre la “communitas”. Cabe recordar que los romanos pagaron un alto precio por su desprecio de la filosofía, que ellos tenían por “inútil”. El resultado final de ello, fue la victoria indiscutible de la filosofía griega, y la perdida de la experiencia romana para el pensamiento político occidental. Cicerón, debido a que no era un filósofo, fue incapaz de poner contra las cuerdas a la filosofía.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 5 de Diciembre del 2017.

lunes, 18 de diciembre de 2017

CONTRA EL ODIO, RECONCILIACIÓN

Vaya follón el que se ha armado, porque Iceta ha mencionado la posibilidad de un indulto – después de que la justicia hubiera hecho su trabajo – para los independentistas.
En estos tiempos en que andamos tan airados, y en los que tantos se creen poseedores de la única verdad, y defensores de una acertada moral intransigente. En el que a nadie se le perdonan fallos o errores cometidos en el pasado, como si en la vida ya no se pudiera tropezar y volverse a levantar. En el que ya no se le permite a nadie rectificar ni enmendar su andadura. En el que el odio parece haberse convertido en el sentimiento más generalizado… En estos tiempos… la llamada de Miquel Iceta a la amnistía o el indulto, al perdón en resumen, me ha parecido muy oportuna y así lo he manifestado públicamente. Y la han tomado también conmigo.
Puede que yo sea un ingenuo, o que peque de “buenísimo”. Es posible. Pero un par de amigos me han reprochado, que confunda la religión con la política. Como argumentando que el concepto de perdón es religioso y, por tanto, no tiene cabida en la filosofía política. A ellos querría recordarles, que una personalidad nada religiosa como Hannah Arendt, buscando un remedio que pusiera la vida en común de los hombres, a salvo de su incertidumbre de base, y de sus errores y culpas inevitables, nos explicaba que Jesús encontró ese remedio, en la capacidad humana para perdonar, que se basa asimismo en la comprensión de que en la acción, nunca sabemos lo que estamos haciendo (Lucas 23, 34), de modo que, no pudiendo dejar de actuar mientras vivamos, no debemos tampoco dejar nunca de perdonar (Lucas 17, 3-4). La gran audacia y el mérito incomparable de este concepto del perdón - novedad específicamente política, y no religiosa, de las enseñanzas de Jesús – consiste en que el perdón pretende hacer lo que parece imposible: deshacer lo que ha sido hecho, y establecer un nuevo comienzo, allí donde los comienzos parecían haberse hecho imposibles. Perdonar es una acción que garantiza la continuidad de la capacidad de actuar, de comenzar de nuevo.
Y es que mientras no seamos capaces de zafarnos, de esa trampa mortal de los odios enfrentados, difícilmente los problemas que nos agobian, tendrán una solución pacífica, política. Porque ¿qué es el odio? ¿tiene cura? se preguntaba el otro día Ignacio Morgado Bernal (Director del Instituto de Neurociencias, de la Universidad Autónoma de Barcelona). Y se respondía que es como un estado de excitación, de fijación en el odiado, y de deseos de venganza. Puede dirigirse contra individuos, grupos humanos, ideologías o religiones, costumbres o cosas. Muchos odios son individuales, como el odio a la expareja, pero otros son compartidos por mucha gente.
Parece que a las personas que odian no les gusta odiar solas, porque eso les hace sentirse inseguras. La hostilidad hacia un grupo humano diferente, incrementa la solidaridad y cohesión en el propio grupo. El odio es especialmente grave, cuando proclama la condena moral de los odiados, negándoles derechos sociales e, incluso, un buen trato y consideración.
La ideología, especialmente cuando se convierte en fanatismo, es otra poderosa fuente de odio. El adoctrinamiento ideológico, suele responder a odios ancestrales, que interesa perpetuar por intereses económicos y/o ambiciones de poder. Algunos líderes religiosos o políticos, instigan con frecuencia al odio y a la exclusión social de los odiados, señalándolos explícitamente y considerándolos intrusos en su país o en su particular grupo o sociedad.
Pero una vez que se desarrolla el odio, los líderes que lo han promovido ya no pueden controlarlo, se les escapa de las manos al ganar autonomía en las mentes de las personas en que ha sido inoculado, y ya no puede eliminarse con facilidad. Lo líderes, de ese modo, acaban siendo esclavos de sus propios predicamentos, pues su audiencia, difícilmente, les dejará rectificar algún día, si por alguna razón lo consideraran necesario.
La fuente moderna de odio – añade Morgado – son las redes sociales, donde el anonimato y el sentido de impunidad, hacen que mucha gente pierda la inhibición a la descalificación, el insulto y la amenaza. Es otro modo de instigar al odio, hacer que las personas se sientan amenazadas o humilladas.
Y ¡ojo! el odio no desaparece así como así, aunque las circunstancias externas cambien. No, no existe fórmula mágica para erradicarlo en sociedades culturalmente diversas y problemáticas. Los procesos que pudieran cambiar o limitar el sentimiento de odio, son lentos y requieren conocer sus raíces, cicatrización, reconciliación, contacto intenso entre las personas, trabajar para compartir proyectos comunes y, sobre todo, humanizar al odiado.
Miquel Iceta parece ser de los pocos que eso lo ha entendido hace tiempo. Hay que trabajar en proyectos comunes, compartidos. Crear una historia del pasado aceptable para todos o, al menos, para una gran mayoría. Humanizar al odiado, dejando de considerarlo perverso, y entender que es alguien que también razona, aunque a veces se extravíe. Y que tiene sus propias ideas y sentimientos, por mucho que ello no le exima de respetar siempre las leyes establecidas, mientras estas no se modifiquen mediante un proceso limpiamente democrático.
Se ha dicho acertadamente, que la gente inteligente puede odiar, pero que la gente sabia no odia nunca. La sabiduría es mucho más que la inteligencia, pues añade bonhomía y generosidad, experiencia y creatividad, además de buscar el bien colectivo y a largo plazo, más que el de una parte o, peor aún, el propio. Una buena educación para combatir el odio, debería enseñarnos a ser sabios más que inteligentes, pues el odio jamás resuelve problemas, lo que hace siempre es fomentarlos y agravarlos.
Bienvenidos al mundo de los ingenuos, donde habitamos Miquel Iceta y yo.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Diciembre del 2017.



martes, 12 de diciembre de 2017

DESGANA DE CULTURA

Desde hace un par de meses, los medios nos bombardean con noticias sobre manifestaciones más o menos numerosas, de este bando o el de más allá. Cuando escribo estas líneas, me desbordan ya las noticias sobre la penúltima en Bruselas.
Todo ello me ha llevado a recordar, que yo he participado en muchas en mis 75 años: como universitario, como político, como simple ciudadano. Y debo confesar que en muchas de ellas participé del sentimiento arrebatador, de cierta embriaguez como mágica, de un ambiente cautivador a los que era difícil sustraerse.
Hoy con la distancia y con la edad, debo confesar que contemplo esas exaltaciones multitudinarias, con cierto escepticismo. Momentos de grandes emociones, de los cuales ha sido expulsada la razón. Creo que entiendo los motivos, por los cuales tantos se encuentran a gusto entre una multitud enfervorizada. Los que participan, experimentan el placer de pertenecer a un “todo” poderoso. Durante un par de horas las diferencias de posición, lengua, raza y religión, parecen borradas en el torrencial sentimiento de fraternidad. Todos los manifestantes experimentan una intensificación de su yo. Ya no son los seres aislados de hace unos minutos. Ahora se sienten parte de una masa, son pueblo. Y su yo, que de ordinario pasaba inadvertido, adquiere un sentido. A todos ellos, de repente, se les abre en sus vidas otra posibilidad, más romántica: pueden llegar a ser héroes. Y aceptan con entusiasmo, la fuerza desconocida que los eleva por encima de la vida cotidiana.
Pero tal vez, intervine también en esa embriaguez una fuerza más profunda, misteriosa, y para mí, hoy, más preocupante. Esas marejadas irrumpen tan de repente y con tanta fuerza que, desbordando la superficie, sacan a flor de piel los impulsos y los instintos más primitivos e inconscientes, de la “bestia” que todos llevamos siempre dentro. Stefan Zweig, en su maravilloso y nostálgico libro “El mundo de ayer”, nos recuerda que Freud llamó a todo eso: “desgana de cultura”, el deseo de evadirse de las leyes y las cláusulas del mundo burgués, y liberar los viejos instintos de sangre. Quizá esas fuerzas oscuras, también tengan algo que ver con la frenética embriaguez en la que todo se mezcla, espíritu de aventura, de sacrificio, pura credulidad, la vieja magia de las banderas y los discursos patrióticos… La inquietante embriaguez de miles de seres, muy difícil, sí, de describir con palabras, que en el pasado dio un impulso arrebatador, a los mayores crímenes que se han cometido en Europa.
Puede que haya sido Zweig el que, mejor que otros, nos descubrió el auténtico adversario contra el que hay que luchar incansablemente: el falso heroísmo que prefiere enviar al sufrimiento primero a los demás; el optimismo barato de profetas sin conciencia que, prometiendo sin escrúpulos la victoria, prolongan el padecimiento. Todos esos “charlatanes de la guerra”, como los estigmatizó Franz Werfel, el novelista, dramaturgo y poeta austro-checo.
Hoy me horrorizan las multitudes acríticas, que desfilan tras un pensamiento único. Eso que Raymond Carr nos recuerda, se ha dado en llamar “la democracia de la plaza pública”, el apoyo de las masas de público, en la que se han parapetado tantos dictadores. Franco declaró, una y otra vez, que la aclamación “espontánea” de las multitudes organizadas, legitimaba su gobierno. En medio de esas masas, el que expone una duda, está entorpeciendo la actividad política del todo. Al que advierte, lo escarnecen llamándole pesimista. Al que disiente, lo tildan de traidor. Esos falso profetas que los dirigen son la pandilla de siempre, eterna a lo largo de los tiempos, que llaman cobardes a los prudentes, débiles a los humanitarios. Y que luego no saben que hacer, desconcertados, en la hora de la catástrofe, que ellos mismos, irreflexivamente, han provocado. La misma pandilla que se burló de Casandra en Troya.
Jamás he creído en las revoluciones, unos días de fuego contra años de cenizas. Y siempre he estado convencido de que una victoria a cualquier precio, aunque se consiguiera a costa de enormes sacrificios, nunca justificaría a las víctimas. Pero los que preconizamos la razón frente a las emociones, la serenidad contra las exaltaciones, aún en tiempos turbulentos, siempre tenemos la sensación de estar bastante solos. Y los que advertimos por encima de los confusos alaridos de victoria, antes del primer disparo, y el reparto del botín antes de la primera batalla, a menudo llegamos a dudar, de si no seremos nosotros los locos en medio de tantos cuerdos o, mejor dicho, los únicos espantosamente despiertos, en el sueño general de la embriaguez.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Diciembre del 2017.


lunes, 4 de diciembre de 2017

IDENTIDADES VERSUS IDENTIDAD

He escrito ya varias veces sobre el concepto de “Identidad”, una palabra que siempre me ha parecido muy peligrosa, pues no tiene usos contemporáneos respetables. Pero lo cierto es que a día de hoy, visto la felona utilización que hacen muchos de la misma, es muy difícil no reincidir en el tema.
No hace tanto pudimos comprobar como en Francia y Países Bajos, los artificialmente estimulados “debates nacionales” sobre la identidad, fueron una endeble cobertura para la explotación política del sentimiento antiinmigrante, y una descarada estratagema para desviar las preocupaciones económicas, hacia objetivos minoritarios.
También Tony Judt nos recordaba como en la vida académica, de manera análoga, la palabra “identidad” tenía usos sospechosos. Los estudiantes universitarios, al menos en los Estados Unidos, podían escoger sobre toda una panoplia de estudios identitarios: “estudios de género”, “estudios sobre la mujer”, “estudios sobre asiáticos-americanos del Pacífico”… etc. Y que el punto flaco de todos estos programas paraacadémicos, no era que se concentraran en una minoría étnica o geográfica concreta, sino que alentaban a los miembros de esa minoría a “estudiarse a sí mismos”, negando de ese modo los objetivos de una educación liberal y, al mismo tiempo, reforzando las mentalidades sectarias y de gueto que, curiosamente, pretendían socavar. Los negros estudiaban a los negros, los gay a los gays, y así sucesivamente.
Como sucede a menudo – y no debería ser así – el gusto académico sigue las modas político-sociales. Hoy todos llevamos una especie de guión interpuesto a nuestra supuesta identidad: belgas-flamencos, ingleses-escoceses, españoles- catalanes, catalanes-nacionalistas, mallorquines-españolistas… En este mundo globalizado, mucha gente ya ni habla el idioma de sus antepasados, ni sabe mucho sobre su lugar de origen. Hace solo muy poco, que Puigdemont se enteró de sus raíces andaluzas y castellano manchegas. Pero al seguir los pasos de una generación de jactancioso victimismo, llevan lo poco que saben como una orgullosa placa de identidad, algo así como: uno es lo que sus abuelos sufrieron.
Este baño caliente, esta sauna de identidad, siempre me ha sido ajeno. Podemos ser subdivididos, según muchos sistemas de clasificación (escribía Giovanni Sartori). Pero la realidad es que nuestra existencia se caracteriza por pertenencias múltiples, por una “naturaleza plural”. Y sí, ya lo sé, es cierto: ser demasiadas cosas a la vez, puede en ocasiones resultar complicado. Pero es esa complicación la que vuelve al mundo interesante, y la que vuelve interesante nuestro estar en el mundo: ver con distintos ojos, hablar en distintas lenguas, cohabitar con ideologías diferentes, congeniar con distintas etnias, ser una cosa y ser otra, no una o la otra: la conjunción agrega: catalán y español, castellano y canario, europeo y cosmopolita. La disyunción cancela, suprime, empobrece.
Yo no estoy seguro de si soy visigodo, leonés, canario, francés o mallorquín. Y sin embargo siento con fuerza que soy todas esas cosas. Estudié en castellano en Madrid y aquí en Palma. Hablo algo de francés, catalán y castellano. He sido tildado de pensar e incluso escribir, como un “intelectual” españolista, un halago mordaz por cierto. Pero el españolismo casposo me deja frío, o me indigna. Es un club del que me sentiría felizmente excluido.
¿Y que hay de mi identidad “política”? Como descendiente de canarios progresistas, leoneses republicanos y franceses radicales, desde temprana edad adquirí una familiaridad superficial, con los textos marxistas y la historia del socialismo. Superficial pero suficiente, para estar vacunado contra las más desaforadas tensiones del nuevo izquierdismo de los años sesenta, mientras me asentaba con firmeza en el campo de la socialdemocracia.
Por los comentarios de algunos amigos a mis escritos, me da la impresión que me tienen por un dinosaurio reaccionario. Y puedo comprenderlos; suelo escribir sobre el legado de algunos políticos e intelectuales europeos, hace tiempo desaparecidos. Admito que no soy muy tolerante con la “propia expresión”, como sustitutivo de la claridad. Que contemplo el esfuerzo, como una pobre alternativa del logro. Me muevo en mis disciplinas, historia y política, como dependientes en primera instancia de los hechos, no de la “teoría”. Veo con escepticismo, mucho de lo que pasa por erudición histórica y política. Y sí, para las convenciones académicas y populistas imperantes, debo de ser un incorregible conservador.
Como socialdemócrata frecuentemente en desacuerdo con compañeros, que se describen a sí mismos como radicales, supongo que me debería servir de alivio, el familiar insulto de “cosmopolita desarraigado”. Pero no, porque lejos de sentirme un desarraigado, me encuentro muy bien arraigado en una diversidad de identidades, contrastantes entre sí. Procuro mantener las distancias con los “ismos” obviamente carentes de atractivo – fascismo, patrioterismo, chovinismo – pero también con las variedades aparentemente hoy más seductoras: nacionalismo, soberanismo, independentismo. El orgullo nacional, el patriotismo – después de más de dos siglos en que Samuel Johnson lo planteara por primera vez – todavía me parece “el último refugio de los sinvergüenzas”.
Personalmente prefiero los “confines”: aquellos lugares donde los países, las comunidades, las lealtades, las afinidades y las raíces, se topan incómodamente entre sí, y donde el cosmopolitismo no es tanto una identidad, sino la condición normal de vida. Soy consciente de que puede haber algo de inmoderado, en la afirmación de que uno siempre está en el límite, en el margen. La mayoría de la gente prefiere no llamar la atención, pasar desapercibida. Si todos son independentistas, mejor ser independentista. Si todos hablan en castellano, mejor no hablar en catalán. Hasta en una democracia abierta, es preciso disponer de una notable testarudez de carácter, para actuar deliberadamente a contracorriente de la comunidad, especialmente si esta es pequeña. Pero si uno ha nacido en una intersección de identidades y culturas, y goza de la libertad de permanecer allí, eso me parece una posición decididamente privilegiada.
A diferencia del fallecido Edward Said, creo que puedo comprender, e incluso sentir empatía, con los que están a gusto amando fieramente a un solo país, y sólo a uno. No considero ese sentimiento incomprensible, simplemente no lo comparto. Pero, con la edad, esas lealtades fieramente incondicionales – a un país, a un dios, a una idea o a un líder – han llegado a aterrorizarme. La fina capa de la civilización – escribía Tony Judt – reposa sobre lo que bien podría ser, una fe ilusoria en nuestra humanidad común. Pero ilusoria o no, bien haríamos en aferrarnos a ella.
Me temo mucho que estamos adentrándonos en un tiempo muy problemático. No son sólo los terroristas, los banqueros o el clima, los que van a causar estragos en nuestro sentimiento de seguridad y estabilidad. La globalización misma será una fuente de temor e incertidumbre, para miles de millones de personas, que se volverán hacia sus líderes en demanda de protección. Las “identidades” se desenvolverán mal en las estrecheces, mientras los indigentes y los desarraigados, golpean en los cada vez más altos muros de las comunidades cerradas. Ser danés, catalán, español o norteamericano, no será sólo una identidad, supondrá un rechazo y una reprobación, de aquellos a los que estas excluyan. Habrá intolerantes demagogos en democracias establecidas, que pedirán tests – de conocimientos, de lengua, de religión, de cultura – para determinar si los desesperados recién llegados, merecen ostentar la “identidad” de franceses, belgas, españoles o catalanes. Ya lo estamos viendo. En este “espléndido siglo nuevo” echaremos de menos a los tolerantes, a los de los márgenes, a la gente fronteriza. Mi gente.
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 16 de Noviembre del 2017.