Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

sábado, 26 de marzo de 2016

LA ILUSTRACIÓN Y SUS ENEMIGOS

Anthony Pagden, profesor de de Historia y Ciencias Políticas de la Universidad de California (UCLA) tras pasar por Oxford, Cambridge y Harvard, acaba de publicar “La Ilustración. Y por qué sigue siendo importante para nosotros” en Alianza. Una continuación de su conocido “La Ilustración y sus enemigos”, en el que recogía el texto reelaborado, de unas conferencias dictadas en la sede madrileña de la UNED en 1999, y en las que abordó algunos de los asuntos centrales de la filosofía política ilustrada. Pagden, ha venido a ser uno de los más conocidos representantes del grupo de estudiosos que, bajo la inspiración de Quentin Skinner, transformó la metodología y los enfoques analíticos, aplicados al estudio de la historia intelectual y de las ideas políticas.
A día de hoy podemos contemplar como, desgraciadamente, la diana de los ataques extremistas es la Ilustración. El penúltimo objetivo fue hace un mes, de nuevo, París, la ciudad que vio nacer el proyecto de modernidad más importante del mundo occidental. El último, de momento, ha sido hace unos días, en Bruselas. Y la mejor defensa ante esa barbarie, sigue siendo la propia Ilustración. Escribe Pagden: “Por mucho que sus valores estén siendo atacados, por elementos como los fundamentalistas estadounidenses y el Islam radical – e incluso no tan radical – es decir, por la religión organizada, la Ilustración sigue siendo la fuerza intelectual y cultural dominante en Occidente. La misma continúa ofreciendo un arma formidable contra el fanatismo”.
Un mundo, afirma Pagden, donde “escapar de la religión como una forma de organización, fue el paso verdaderamente original de la modernidad y de la Ilustración. Y esto no va a cambiar” ¿Cómo explicar los valores de la Ilustración a quienes no creen en ella, además del papel esencial de la razón, como motor del desarrollo individual y colectivo? “Es un proyecto importante y en incesante evolución. Proporciona una imagen de un mundo, capaz tanto de alcanzar cierto grado de universalidad, como de liberarse de las restricciones de la clase de normas morales interesadas, que ofrecen las comunidades religiosas y sus análogas ideologías laicas: el comunismo, el fascismo y, ahora, incluso el comunitarismo” asegura Pagden. Quien agrega: “Es importante, porque situó lo individual, lo frágil, lo mortal y lo imperfecto en el centro del cosmos. Sin la Ilustración, los avances de la civilización occidental, habrían sido quizá no imposibles, pero desde luego muy lentos, desde la salud a Internet”.
Y no olvida, el historiador, algo que resulta común a todos: “Está lo que hoy llamamos empatía, la conciencia de la experiencia humana compartida y, por tanto, la posibilidad de la existencia de valores humanos comunes, que no dependen de ninguna fe religiosa”.
“La religión tiende a impedir el desarrollo del intelecto, de la razón” opina Pagden, que añade: “El Islam es una religión primitiva. Quiero decir que, a diferencia del cristianismo, nunca se ha visto obligada a adaptar a las circunstancias de un mundo laico, moderno, lo que en realidad es un conjunto muy simple de creencias y mandatos, a medida de las necesidades de un pueblo tribal del siglo VII. El Islam nunca ha tenido que amoldarse, como el cristianismo, a los valores de la Ilustración. Esto no lo hace intelectualmente inferior al cristianismo, que también es bastante simple, o al judaísmo, pero si mucho más agresivo cuando se ve amenazado por la modernidad”.
Anthony Pagden
Mientras por un lado la Ilustración es atacada, por otro se le pide que despliegue sus principios de universalidad y ciudadanía, ante la ola de migraciones a Europa, o las ayudas al resto del mundo. “La ciudadanía siempre ha estado estrechamente ligada a las naciones. Y con los nuevos inmigrantes que fluyen a Europa desde Oriente Próximo y África, el concepto de ciudadanía se ha vuelto aún más restringido. Sin embargo, sin las aspiraciones de universalismo que la Ilustración formuló e inspiró, por las que ha sido denostada, no habría cooperantes, ni Médicos Sin Fronteras, ni Corte Internacional de Justicia, ni Naciones Unidas, ni existiría el concepto de derechos humanos y, en última instancia, la Unión Europea”.
No todo son luces, también hay sombras. El precio ha sido un mundo dividido en Norte y Sur, cuyo desequilibrio en prosperidad y las guerras, se achacan al intento de imponer los valores occidentales. “La creciente hostilidad hacia un mundo, al que se considera responsable del hecho, de que los beneficios de la modernidad, no se hayan distribuido equitativamente”, afirma Anthony Pagden. Es lo que Alain Finkielkraut llamó: El etnocentrismo de la mala conciencia de Occidente.
Como dijo Kant: “La Ilustración es un proceso en continuo devenir. El error de todas las religiones monoteístas, es suponer que tiene que haber un fin inmutable decretado por Dios. Y no lo hay. Pero si bien esta clase de perfección no existe, el progreso, desde luego, sí”.

Palma. Ca’n Pastilla a 6 de Enero del 2016.


martes, 22 de marzo de 2016

LEIBNIZ. LA FILOSOFÍA Y LA INFORMÁTICA

En su continua búsqueda de la paz intelectual, Leibniz siempre insistió en la virtud de la claridad. Si los filósofos escribieran con mayor claridad, declaró, dejarían de pelearse los unos con los otros. De esta manera Leibniz inauguraba uno de los leitmotiv de su “filosofía de la filosofía”. En el “Arte de las combinaciones”, un ensayo académico que escribió antes de cumplir los veinte años, planteó por primera vez la idea de una “característica universal”, un leguaje de símbolos lógicos tan transparente, que reduciría todas las disputas filosóficas, a la manipulación mecánica de unos cuantos signos. Con una prescencia increíble, acerca del futuro de la tecnología de la información, previó la codificación de este lenguaje lógico, en una “máquina aritmética” que fuese capaz de acabar con los debates filosóficos, simplemente pulsando una tecla. En el futuro, predecía extasiado, cuando los filósofos lleguen a un desacuerdo, exclamarán alborozados: ¡Vamos a calcularlo!
La máquina de Leibniz
La “característica universal” de Leibniz, nunca llegó a ser más que la idea de una idea. Lo que resulta fascinante en ella no son los resultados conseguidos, sino la expresión que representa de cierta clase de aspiración. Leibniz, como ciertos pensadores más modernos, estaba convencido de que no existen en realidad, auténticos conflictos filosóficos, lo único que hay son errores gramaticales. Quería creer sobre todo en “la elegancia y la armonía del mundo”, y su intento de reconciliar todas las posturas filosóficas, en los plácidos movimientos de una máquina de calcular inimitablemente barroca era, en el fondo, un esfuerzo encaminado a confirmar esta creencia. La filosofía, parecía asumir Leibniz, no es un fin en si mismo; ni tampoco es la jubilosa experiencia de la unión de la mente con Dios (Naturaleza, Sustancia) como quería Spinoza. Es, simplemente, una forma más de lograr un silencio tranquilo. En el mundo ideal de Leibniz, de hecho, la filosofía no sólo podría elaborarse perfectamente con una hermosa máquina, sino que también podría funcionar mientras uno estuviera durmiendo, ni más ni menos que un ordenador.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Marzo del 2016

viernes, 18 de marzo de 2016

ENVEJECER ES UN ROLLO

Pues sí, envejecer es un rollo, aunque la alternativa tampoco es excitante. Se te olvidan las cosas, no recuerdas los nombres, las fechas se te borran… te cuesta mucho entender las novedades, las modas, las costumbres, los estilos y las nuevas ideas que se van imponiendo. Y es que no envejeces al ritmo natural/biológico de tu cuerpo y tu cerebro, lo haces mucho más rápido, por la velocidad increíble en que se mueve tu entorno: la tecnología, la ciencia, la filosofía, las ideologías… jamás la historia, me parece, había fluido a tal velocidad. Golo Mann afirmaba en sus memorias “Una juventud alemana”: “La vida también es larga, observada retrospectivamente. Son los cambios los que la alargan, los cambios en quien la vive y en el mundo en derredor”. A Schiller, en algún momento, parece que la muerte le pareció un reposo más apetecible, que la vida “envuelta en negro velo”. Es su conocida obra sobre Wallenstein, le hace decir a éste, recordando a su amigo Max:
<Él es feliz. Ha llegado a la meta.
 Para él ya no existe el futuro, con él ya no teje
 el destino alevosías: lisa y brillante
 a la vista desplegada está su vida,
 no ha quedado en ella mancha oscura,
 Ninguna hora funesta ya le acecha,
 más allá de anhelos y temores, ya no es
 de planetas indecisos y engañosos…
¡Dichoso él! ¡Pero a nosotros, quien sabe
 lo que trae la hora inmediata, envuelta en negro velo>.
Pero bueno, como escribía mi buen amigo Pedro de Silva: “Hay que hacerse viejo, sin dejarse envejecer”.
Reflexionaba sobre todo eso, a raíz de haber leído una recensión sobre el último libro de José Carlos LlopReyes de Alejandría”. Conecté hace ya tiempo con el escritor mallorquín, cuando Marita se empeñó en que leyera “La ciudad sumergida”, sobre la Palma de los años setenta, un tiempo que, como Sisa, también habría podido yo decir: “Fue bonito y creo que estuve allí”.
Reyes de Alejandría”, escribe Llop al inicio, trata de un viaje en el tiempo, trata pues de nosotros, y ha de contar quienes éramos… y quienes dejamos de ser. Pero en la obra no hay nostalgia almibarada, ni cantos de cisne. Hay sí, fe de vida. Y reconocimiento. Y hay necesidad de ordenar y clarificar unos años que, para bien o para mal, quedaron en nosotros como anclajes. Para desembocar en la certeza, de que ante el tiempo y sus máscaras, tenemos un salvavidas: “La escritura de la memoria, entre la impresión y el fogonazo en la niebla”.
No me resulta nada fácil, recorrer mi cartografía existencial como revive Llop la suya: mis exploraciones iniciales de la poesía, Lorca, Machado (Antonio), Celaya, Cernuda, Paz; la filosofía, Ortega, Russell, Ayer; el marxismo, Marx, Bernstein, Althusser; la historia, Dobb, Carr; la música, Serrat, Sabina, Bonet, Aute, y la clásica de de las mañanas de los domingos en el Teatro Real; los enamoramientos; los hábitos, ritos y vestimentas; las referencias contraculturales; el ridículo índice inquisitorial, dictado por los mandarines y los comisarios políticos; las algaradas, las revueltas y la vida universitaria toda; los bares, las copas y los amigos.
En mi juventud veinteañera, cualquier cosa que se convertía en popular, era mirada con sospecha y nos daba risa. Y por darnos risa, a la mayoría se lo daba el socialismo democrático, la libertad y la democracia. Menos mal que entre 1977 y 1982 (especialmente a raíz del tejerazo) todo eso cambió. Buena parte de la izquierda, se dio cuenta de que era un camino equivocado, que no hacía sino prolongar el franquismo. Y entonces todo el mundo comenzó a hacer profundos estudios de democracia, para llegar a Vicepresidente del Gobierno. Caímos en la cuenta que ni el arte ni la política pueden ser elitistas, no pueden dirigirse a una “selecta minoría”. Porque eso es traicionar la esencia misma del arte y de la política y, sobre todo, te lleva a considerar (esta cosa insoportable de “cierta izquierda”) que todo el mundo es idiota menos nosotros. Ese “nosotros” casi por esencia, exiguo e iluminado.
Luego aparecieron las sombras, que precipitaron la catástrofe de muchos: con la droga entró la mentira, y también la locura y la muerte (sida, sobredosis, suicidios…). De repente el dinero resultó “cool”, el arte fue una prenda de vestir, y las palabras… Después llegó de golpe la “postmodernidad”.
La vida es como una obra de teatro en tres actos, dice Félix de Azúa. El primero es sensacional, y en la actualidad viene a durar hasta los 40 años. Luego viene el momento de responsabilizarse de algo: ya no se puede seguir bailando todos los días. Esto dura un poco menos, unos 25. Y el tercero, en el que llevo ya unos años, es aquel en que resulta más difícil actuar. Porque es muy complicado mantener la dignidad. Sobre todo en esta nuestra sociedad actual, donde la vejez es casi una enfermedad. Está muy mal visto ser viejo, es algo muy feo. Tengo amigos de mi edad que se disfrazan a diario y fuera del carnaval, en un desesperado intento, por no llegar al tercer acto de su vida. Así que se “mueren” en el segundo, como en las malas obras.
Si has vivido con cierta honradez, eso quiere decir que te has preocupado de aprender algunas cosas. Sí, los viejos sabemos cosas, y a veces son interesantes. Lo difícil es exponerlas sin arrogancia, con toda la claridad posible, y sin pretender dar lecciones inútiles. Pues en eso andamos.

Palma. Ca’n Pastilla a 11 de Febrero del 2016.


viernes, 11 de marzo de 2016

B. RUSSELL: ESCEPTICISMO Y RACIONALIDAD

Los Russell han jalonado mi vida. En mi juventud, años de universidad e inicios en la política, estuvo presente Bertrand Russell. En mi madurez, en los tiempos de apasionamiento montañero, me acompañó el conde Henry Russell, el gran cantor de los Pirineos, y autor de las “primeras” a la mayoría de los “tresmiles”. Y ahora en mi última etapa, me he vuelto a encontrar con Russell el filósofo. Y, casualidades de la vida, ambos eran parientes lejanos: Lord John Russell, Primer Ministro de la reina Victoria, y abuelo de Bertrand Russell, era primo del padre de Henry Russell.
Para las personas de mi generación, Bertrand Russell (1872-1970) fue un mito; un hombre admirado tanto por sus contribuciones al pensamiento, como por los compromisos sociales que asumió, durante toda su larga vida. De joven leí con entusiasmo algunos de sus libros: “Historia de la filosofía occidental”, “Por qué no soy cristiano”, “Ideales políticos”, “Ensayos impopulares”, “Elogio de la ociosidad”… y muy especialmente, su increíble “Autobiografía”.
Mi querido y admirado Russell, escribe en su introducción a los “Ensayos escépticos”: “Quisiera procurar a la amble consideración del lector, una doctrina que podría parecer moderada, pero, de aceptarse, acabaría revolucionando por completo la vida humana”. Con estas palabras iniciales, Russell nos anticipa unas ideas que siguen siendo hoy, me parece, revolucionarias. Porque, a pesar de asumir la insoslayable irracionalidad del mundo, propone algo profundamente paradójico y subversivo: la convicción de que la racionalidad, a través del ejercicio de la duda escéptica, puede transformar el mundo.
Bertrand Russell siempre se consideró un escéptico. Sin embargo, compaginaba este parecer con la inconmovible convicción de que el uso de la razón, podía transformar la vida humana. La coexistencia de ambos puntos de vista no resulta fácil. Entre los antiguos griegos, el escepticismo era una forma de alcanzar la paz interior, no un programa de cambio social. Montaigne volvería a recurrir al escepticismo, para justificar su alejamiento de los asuntos públicos. Cuando en realidad los escépticos griegos, al menos los pirrónicos, al contrario de los epicúreos que preferían aislarse en su “jardín”, optaban por mantenerse presentes en el “mundo real” y en el espacio público. Y a los ojos de Russell aquel alejamiento resultaba impensable.
Miembro de una noble familia liberal, siempre fue y se sintió un aristócrata – su abuelo lord John Russell, había sacado adelante la gran Ley de la Reforma del año 1832, que había encarrilado a Inglaterra por la senda de la democracia – y era, asimismo, ahijado de John Stuart Mill. Llevaba por tanto la idea reformista en la sangre. Así nada más natural, que tratara de mostrar a los demás – y de probarse a sí mismo - que el escepticismo y la confianza en la posibilidad del progreso, no tenían porque ser nociones encontradas. Algunos de los ensayos más sugerentes y mejor escritos, con que cuenta la lengua inglesa, un conjunto de textos en los que el autor intenta mostrar, que la duda escéptica puede transformar el mundo, son sus “Ensayos escépticos”.
En ellos Russell argumenta que hemos de estar dispuestos, a aceptar la incertidumbre de nuestras creencias. Nos dice que el hecho de que los expertos de un determinado campo del conocimiento discrepen, no implica que la opinión contraria sea meridianamente cierta; y que si estos afirman que no existe base suficiente, para expresar una opinión positiva, lo mejor es dejar en suspenso, la adopción de un criterio propio (Los pirronianos trataban los problemas que la vida les puede presentar, mediante una sola palabra, que actúa como resumen para esta maniobra: en griego “epoché”. Que significa “suspendo el juicio”. Tal como explique hace unos días en mi Blog: http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Escepticismo%20de%20Pirr%C3%B3n). Aunque este hábito de reserva mental, se halla un tanto alejado, de la pasión que Russell habría de exhibir, en su faceta de reformista (la misma contradicción que expresa el título de mi Blog: Escéptico y apasionado). Escéptico en cuanto a la teoría del conocimiento, a la que él mismo se atenía, Russell se mostraba un tanto candoroso y confiado, a la hora de abordar los asuntos humanos. Sus cambios de impresiones con Joseph Conrad, nos ilustran este extremo. Y debemos recordar que Conrad, a diferencia de Russell, sí era un verdadero escéptico. Russell defendía que la única solución a los problemas de la humanidad, era el socialismo internacional. Y Conrad no quería saber nada de semejante perspectiva. A Russell le encantaba Conrad. Y su admiración hacia él, estaba llamada a ser profunda y duradera. Prueba de ello es que Russell elegiría en honor de aquel, el nombre de su hijo Conrad (más tarde historiador, par de Inglaterra y miembro del Partido Liberal Demócrata). Sin embargo, nunca lograría convencerse de que pudiera resultar sensato, aceptar el escepticismo que despertaban en Conrad las posibilidades del progreso.
La tensión reflexiva del planteamiento de Russell, es realmente de fondo. A diferencia de muchos de los racionalistas posteriores, no siempre habrá de juzgar la ciencia con veneración acrítica. Dado que su escepticismo arraigaba en la tradición de Hume, Russell sabía bien que la ciencia depende de la inducción filosófica; esto es, de la convicción de que, al hallarse el mundo regido por las relaciones de causa-efecto, el futuro habría de resultar necesariamente similar al pasado. Algo de lo que yo repito, con menos gracia y profundidad, cuando afirmo que en lo nuevo hay mucho de lo viejo.
Pero cierto es que en Russell anidó siempre, un conflicto nunca resuelto. En su papel de reformista y partidario del racionalismo, juzgaba que las principales esperanzas del género humano, descansaban en la ciencia. La ciencia era la encarnación misma de la racionalidad práctica, de modo que la difusión del enfoque científico, no podía determinar a la postre, sino que la humanidad se volviera más razonable. Sin embargo, en su condición de filósofo escéptico, Russell sabía que la ciencia era incapaz de hacer que la humanidad fuese más racional, dado que la ciencia misma, es producto de un conjunto de creencias irracionales.
El escepticismo moral de Russell se remontaba a la época, en que decidió abandonar la fe de George Edward Moore (el gran referente ético-moral de los “Apóstoles” de Cambridge) en las cualidades éticas objetivas. Y en varios pasajes de sus obras, vendrá a reiterarse convencido, como estudioso de las teorías de Hume, de que la razón es incapaz de determinar, cual es la finalidad de la vida.
En sus aclamadas memorias, publicadas originalmente con el título “My Early Beliefs”, John Maynard Keynes sostiene que Russell profesaba dos “creencias ridículamente incompatibles: por un lado se mostraba convencido de que todos los problemas del mundo, procedían del hecho de que los asuntos humanos, tendían a organizarse de las más irracional de las maneras, y por otro confiaba en que la solución resultara sencilla, puesto que todo lo que había que hacer, era comportarse de forma racional”. No podemos negar que se trata de una aguda observación esta de Keynes, pero no estoy seguro de que alcance a ver la clave del error, en que incurre el racionalismo de Russell. La dificultad no estriba, opino, en el hecho de que Russell sobrevalore, la capacidad humana para el comportamiento razonable. Radica en la circunstancia de que, según su propio planteamiento, la razón es impotente.
Y la apasionada admiración que Russell sentía por Conrad, debía beber de otras fuentes. Una de ellas, seguramente, brotaba de la sospecha de que el fatalismo escéptico de Conrad, viniera a dar más veraz cuenta de la vida humana, que la desazonada fe que el mismo, depositaba en la razón y la ciencia. Como reformista, Russell creía que la razón podía salvar al mundo, pero en su condición de escéptico y seguidor de Hume, sabía en cambio que la razón jamás alcanzaría a liberarse, de la esclavitud de las pasiones. Al escribir los “Ensayos escépticos”, Russell asume la defensa de la duda racional. Al leerlos hoy, podemos ver en ellos una profesión de fe, el testimonio de un racionalista militante, que dudaba de las capacidades de la razón.

Palma. Ca’n Pastilla a 22 de febrero del 2016.



lunes, 7 de marzo de 2016

LA HISTORIA Y LA INCERTIDUMBRE

Con motivo, supongo, del aniversario del 23F, de la reciente firma del acuerdo PSOE-Ciudadanos, y de las votaciones de investidura, analistas políticos e historiadores, vienen reflexionando sobre nuestros pasados cuarenta años de historia. Uno de ellos ha sido Carmen Iglesias, actual Directora de la Academia de la Historia. Me parece recordar que la conocí en persona, allá por los años setenta, en los Coloquios de Historia Contemporánea de España, organizados por Manuel Tuñón de Lara en Pau, que impulsaron los estudios de Historia social, y que constituyeron un foco de encuentro y debate, al que acudió un buen número de estudiosos desde las Universidades españolas. A esos coloquios asistí yo un par de veces, como estudiante de historia, y llegué a entablar una buena amistad con Tuñón, uno de mis historiadores de cabecera. Pero en cualquier caso, si estoy seguro de que estuvimos con Iglesias y con Tuñón, cuando el homenaje que se le rindió a éste, en la Universidad Internacional Menéndez Pidal, en Santander.
“Como resultado de una percepción adánica del momento político, en el que parece que todo está inventándose o apunto de inventarse, se concluye que cualquier gesto es histórico, cuando a veces es solo un aniversario, de algo ya hecho anteriormente” (Manuel Jabois).
Carmen Iglesias
Algunos de los que aún andamos por aquí, nacimos en medio de la dictadura franquista, vivimos la época dura y esperanzada de la Transición, la alegría democrática de la Constitución del 78, y los casi cuarenta años de desarrollo, con una recuperada autoestima de pertenecer a Europa y al mundo, como una nación más dentro de las democracias occidentales. Y hoy esos mismos, nos asombramos y desasosegamos ante lo que parecería, una especie de castillo de naipes – como escribe Carmen Iglesias – que se desmorona mostrando las costuras de una corrupción bastante generalizada; una crisis económica que no por general en el mundo global, sirve de consuelo a unas clases medias y menos medias, que han conocido un ascenso de nivel de vida por primera vez en su historia, y que ahora subsisten ahogadas y desesperanzadas; una desobediencia impune ante las leyes con desafío a la Constitución; una grave amenaza de secesión; y un populismo rampante.
¿Será verdad que las jóvenes generaciones, creen que la democracia es nada más que la voluntad de las mayorías en cada momento? ¿Que la falta de una educación cívica, ha conducido a un adanismo que se sitúa fuera de la realidad y de la historia? ¿Es posible que ideologías y prácticas políticas, que demostraron en el siglo XX el fracaso, y llevaron a la muerte a millares de personas, pretendan ser todavía la panacea de los males y de las imperfecciones de instituciones y seres humanos, y amenacen su libertad y sus derechos?
Los historiadores conocemos bien por haberlo estudiado que, en cualquier época, los coetáneos viven las vicisitudes inevitables de la historia humana, con la sensación de que la crisis de valores y de formas de vida que experimentan son excepcionales, y los cambios los peores que pueden ocurrir. Pero también aprendimos que la historia no estaba cerrada, ni era inevitable lo que ocurrió y tal como fue, sino que había alternativas, quizá brumosas, para sus protagonistas en aquel presente, pero factibles y no fatales.
El mundo que nos rodea, para bien y para mal, es siempre incierto. Alguien escribió: “La aceptación de la incertidumbre, es un medio para resistir a la simplificación de la ignorancia”, referido tanto a la política como a la historia. Un concepto de “incertidumbre”, como préstamo estimulante de la microfísica de Heinsenberg a las ciencias sociales, que resulta algo diferente de la duda y adopta el sentimiento de ausencia de creencia dogmática o verdad evidente: dada la insuficiencia de total conocimiento de una compleja realidad, y de las consecuencias no intencionadas, derivadas de la acción sobre la misma y sobre los seres humanos, se impone siempre una cierta moderación y prevención, frente a decisiones inapelables y a ensayos de ingeniería social. Nos explica Golo Mann, como una tarde del verano de 1933, estando en la Costa Azul, le explicó el novelista Arnold Zweig, que el “principio de incertidumbre” de Heinsenberg, había eliminado el principio de causalidad. Y que Bertrand Russell, a diferencia de Zweig, se acerca más al porqué de la superación de ese concepto: la multiplicidad de las causas que aumentan indefinidamente, a medida que se remontan en el tiempo; la separación en el tiempo, que ocurre con frecuencia, de la causa y el efecto, de forma que la causa empieza a obrar, cuando ya ha dejado de existir: la confusión entre relación causal, y actividad o voluntad humanas. Como nos recuerda Carmen Iglesias, el Padre Feijoo escribió en los albores de la Ilustración: “Para lograr la utilidad, importa que todo el mundo conozca la incertidumbre”. Una incertidumbre muy necesaria en estos tiempos, en el mundo de la política y de la cultura, en que los delirios y fantasías de ciertas gentes – como avisaban también Montaigne y Hume, que temían la vuelta de esos “ciclos fanáticos” destructivos – afectan a hombres y mujeres de carne y hueso en su vida cotidiana, y pueden convertirla en una pesadilla.
Manuel Tuñón de Lara
Por todo ello en estos días más que nunca, la cultura política, la educación de la ciudadanía, es fundamental. Una cultura política que exija la asunción de la realidad, no la que nos gustaría que fuera, sino la que es. Una cultura política como conversación; una conversación que no pretenda alcanzar lo absoluto, sino evitar lo realmente malo (la corrupción, la desobediencia a las leyes comunes, el aplastamiento de los más débiles…); una conversación que aborde la política como un medio necesario, vinculado a la específica aventura humana y que, por ello, no está dominada por seguridades y certezas de ningún tipo, sino por la incertidumbre; “un conversar durante el camino, por lo diferentes azares y modos de experiencia, que vamos topando” que escribió Luis Gonzalo Diez; y que intentamos ir resolviendo con inteligencia, sentido del bien común, y la apuesta por la libertad e igualdad de nuestro Estado de derecho, que tanto nos ha costado conseguir a lo largo de nuestra azarosa historia.
“Cuantas más cosas tengamos que eliminar con el pensamiento, para imaginar que una serie de acontecimientos, por ejemplo, una revolución, una guerra, una evolución espiritual o científica, no han existido o han existido de una manera diferente, tanto más inevitables habrán sido” (Golo Mann).

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Marzo del 2016.