Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

martes, 16 de febrero de 2016

LA POLÍTICA Y EL PODER

En estos días de negociaciones interminables para formar gobierno, en el que los medios analizan con lupa, la supuesta talla política de los líderes que andan en ellas, sería conveniente recordar algunas cosas sobre la política, que son de cajón, ya expresadas desde antiguo por filósofos, politólogos y sociólogos, pero que con frecuencia se olvidan.
Los grandes líderes políticos en la historia, no han sido grandes moralistas, ni grandes intelectuales, ni grandes teóricos (aunque algo de todo ello pueden haber sido). El líder político se caracteriza, en los sistemas democráticos, por su determinación, por su valentía para arriesgarlo todo, por su empatía, por su paciencia para negociar y conciliar contrarios (un “culo di ferro” que diría Pertini) por su inteligencia práctica, por la coherencia de sus ideas, y por su ambición de poder. No hay gran político sin ese “chute” de la ambición. Mendes France era más coherente y más sincero que Mitterrand; Adlai Stevenson, seguramente fue más sólido intelectualmente que Kennedy… Pero a Mitterrand y Kennedy, les empujaba su inconmensurable ambición. No, no hay liderazgo político sólido, sin ambición de poder. Poder no exclusivamente como satisfacción personal, también como posibilidad única, de llevar a la práctica su proyecto de sociedad.
Golo Mann. Historiador
La política va de eso, de poder. Pero la lucha política, el sendero hacia el poder, no es algo normalizado, claro, despejado y minuciosamente determinado. Recorrerlo implica con frecuencia superar incoherencias, o aparentes contradicciones. Soy partidario de las primarias como método de elección de líderes, pero de repente tengo que dar un puñetazo en la mesa y cesar a un dirigente. Apoyo el funcionamiento realmente democrático, pero no siempre las primarias. La democracia directa me parece bien, pero no más que la representativa, tan legítima y efectiva como aquella. El que no pueda vivir con esas y otras contradicciones, que no aspire al liderazgo. Fue Golo Mann el que nos advertía: “Si la condición humana es tal que no hay verdad ni juicio, que pueda abarcarla en su totalidad, tendrá que haber verdades que se opongan unas a otras, y dejará de tener validez el axioma del “tertium non datur”. Y si has ejercido toda la vida como escritor, periodista y profesor, nada te prepara para el uso del “lenguaje”, de la “narrativa”, una vez que entras en la arena política, porque no se parece a ningún juego de palabras, a ningún relato, al que te hayas enfrentado con anterioridad. No es lo que quieres decir, sino lo que la gente entiende.
Como apuntaba, la talla política de los líderes se mide por varios parámetros. Y uno de los más importantes me parece ser: el de la valentía frente a la incertidumbre y la angustia del vértigo. Esa que Pedro Sánchez está teniendo ante la apatía y cobardía de Rajoy; los ataques por la retaguardia de barones y vetustos “ex”, anclados en un pasado ya pasado; y los órdagos y líneas rojas, de quienes andan cabalgando su ego desbocado. En Spinoza podemos leer: “Omnis determinatio est negatio”. Toda decisión es negación. Negación de todo aquello contra lo que, o por lo que, uno “no” se decide, la exclusión de todas las demás posibilidades. Realizamos algo de lo que existía potencialmente en nosotros, pueden ser cosas muy diferentes, pero nunca todas: o porque las circunstancias son adversas, o porque una cosa sofocó a la otra.
Spinoza
Y no, no soy cínico, y priorizo la honradez, pero tampoco soy moralista, soy político. Y sé, como Weber, que hay dos lógicas políticas, que son dos éticas:
1.- La “ética de la convicción” (Gesinnungsethik). Animada únicamente por la obligación moral y la intransigencia absoluta, en el servicio de los principios.
2.- La “ética de la responsabilidad” (Verantwuortungsethik). Que valora las consecuencias de sus actos, y confronta los medios con los fines, las consecuencias y las diversas opciones o posibilidades, ante una determinada situación. Que es una expresión de racionalidad instrumental, en el sentido que no sólo valora los fines, sino los instrumentos para alcanzar determinados fines. Y es esta racionalidad instrumental, maduramente reflexionada, la que conduce al éxito político.
A mi modesto entender, sería un error de la acción política, plantearse exclusivamente la “racionalidad de los valores”, para prescindir de lo fundamental: la racionalidad en las herramientas que han de conducir, a la realización de estos valores. Hay pues, creo, en la política, una ética implícita que no conocen los “moralistas”, los partidarios de la pureza, de la ingenuidad evangélica, o del doctrinarismo dogmático de cualquier signo.

Palma. Ca’n Pastilla a 13 de febrero del 2016.


jueves, 11 de febrero de 2016

EL ESCEPTICISMO DE PIRRÓN.

El que algunos amigos hayan hablado estos días en las redes, del “escepticismo pirrónico”, me ha llevado a volver a Montaigne, especialmente al magnífico libro de Sarah Bakewell, que muy acertadamente me recomendó en su día, el buen amigo y maestro Miquel Rayó.
En lo que respecta a los filósofos académicos, Montaigne solía mostrarse desdeñoso: le disgustaban sus pedanterías y abstracciones. Pero mostraba una fascinación sin límites, recordémoslo, por otra tradición filosófica: la de las grandes escuelas pragmáticas. Y los tres sistemas de pensamiento de este estilo más famosos fueron: el estoicismo, el epicureismo y el escepticismo, filosofías conocidas colectivamente como “helenísticas”. Diferían en algunos detalles, pero estaban tan cerca en lo esencial, que eran difíciles de distinguir la mayor parte del tiempo. Y el gran Montaigne las combinó y mezcló, según sus necesidades.
Estas tres escuelas tenían el mismo objetivo: conseguir una forma de vivir, conocida en el original griego como “eudaimonia”, que a menudo se traduce como “felicidad”, “alegría” o “florecimiento humano”. Eso significaba vivir bien en todos los sentidos: prosperar, disfrutar de la vida, ser buena persona. El estoicismo y el epicureismo son caminos hacia la tranquilidad, te enseñan a prepararte para las dificultades de la vida, y a desarrollar buenos hábitos de pensamiento. El escepticismo es algo aparentemente más limitado. Un escéptico es alguien que siempre quiere ver pruebas, y que duda de cosas, que las demás personas aceptan sin más. Parece que haga referencia sólo, a cuestiones de conocimiento, y no a la cuestión de cómo vivir.
Pero como las otras dos, el escepticismo suponía una forma de terapia, al menos en el caso del “escepticismo pirrónico”, el originado por el filósofo griego Pirrón (no en el escepticismo “dogmático” o “académico). Se transparenta una cierta idea, del extraño efecto que el pirronismo tenía sobre la gente, en la reacción de Henri Estienne, casi contemporáneo de Montaigne, y primer traductor francés de Sexto Empírico, a su encuentro con las “Hipotiposis”: la risa. Y otro estudioso de la época, Gentian Hervet, tuvo una experiencia similar.
Un lector moderno que examine la “Hipotiposis”, podría preguntarse por qué la encontraban tan graciosa. Y no resulta nada obvio, por qué curó tanto a Estienne como a Hervet, de su aburrimiento, ni por qué tuvo tal impacto en Montaigne, que lo encontró el antídoto perfecto contra Ramón Sibiuda, y sus ideas solemnes y ampulosas, de la importancia humana. La clave del truco, es la revelación de que nada en la vida, debe ser tomado en serio. El pirronismo ni siquiera se toma en serio a sí mismo. El escepticismo dogmático normal y corriente, asegura la imposibilidad del conocimiento, conocida en la observación de Sócrates: “Sólo sé que no sé nada”. El escepticismo pirrónico parte de ese punto, pero añade, efectivamente: “y ni siquiera de eso estoy seguro”.
Los pirronianos, por tanto, tratan los problemas que la vida les puede presentar, mediante una sola palabra, que actúa como resumen para esta maniobra: en griego “epoché”. Que significa “suspendo el juicio”. O, en una traducción diferente al francés, del propio Montaigne: “je soutiens”, me contengo. Suena tan consolador como la idea estoica o epicúrea de “indiferencia”, pero, como las demás ideas helenísticas, funciona, y eso es lo que cuenta. El truco de la “epoché” te hace reír y sentirte mejor, porque te libera de la necesidad de encontrar una respuesta definitiva, para cualquier cosa. Tomando un ejemplo de Alan Bailey, historiador del escepticismo, si alguien declara que el número de granos de arena en el Sahara, es un número par, y te pide que le des tu opinión, la respuesta natural sería: “Pues no tengo ninguna”, o ¿y yo que sé? O, si quieres que suene más filosófico: “Suspendo mi juicio… “epoché. En efecto, responderíamos con la afirmación inexpresiva, que el propio Sexto citaba como definición de “epoché”: “No puedo decir cual de las cosas propuestas, encuentro convincente, y cual no encuentro convincente”. O bien: “Siento que no puedo plantear dogmáticamente, ni tampoco rechazar, ninguna de las cosas que atañen a esta investigación”. No podemos saber la respuesta, y sentimos que no importa, de modo que esa ausencia de compromiso, no causa alteración alguna.
Foto cortesía de Francesc Mellado
Los pirronianos hacían esto, no para alterarse profundamente, y arrojarse a un torbellino paranoico de dudas, sino para conseguir un estado de relajación ante todas las cosas. Era su camino hacia la “ataraxia, que podría traducirse como “imperturbabilidad”, o “liberación de la ansiedad”, y que compartían con estoicos y epicúreos. “Ataraxia” significa equilibrio: el arte de mantener la estabilidad, de tal modo que no estés exultante, cuando las cosas te van bien, ni te hundas en la desesperación, cuando se tuercen. Alcanzar ese estado es controlar tus emociones, para no verte apaleado o arrastrado por ellas. Los pirrónicos, si ganaban en sus discusiones, demostraban que tenían razón. Si perdían, eso sólo probaba que tenían razón, en dudar de su propio conocimiento. No les preocupaba la idea, de que alguien se enfadara con ellos, y no se preocupaban tampoco, indebidamente, del dolor físico ¿Quién dice que el dolor, sea peor que el placer? ¡Hail, sceptic ease! ¡Salve sereno escepticismo! Escribió el poeta irlandés Thomas Moore, mucho después que Montaigne:
“Cuando pasan las olas del error
que dulce es alcanzar al fin tu puerto tranquilo,
y suavemente balanceado por la duda ondulante
sonreír a los tenaces vientos que guerrean fuera”.
Tan inmensa era esa serenidad, que se podría separar enteramente a los escépticos, de la gente corriente, aunque, a diferencia de los epicúreos en su “jardín”, ellos preferían permanecer inmersos en el mundo real.
A lo único que renunciaba Pirrón, según Montaigne, era al fingimiento de que era presa, la mayoría de la gente: el de “reglamentar, ordenar y asegurar la verdad”. Eso era lo que realmente interesaba a Montaigne, en la tradición escéptica: no tanto el enfoque extremo de los escépticos, de rechazar sufrimientos y penas (en eso prefería a los estoicos y epicúreos) sino su deseo de tomarlo todo provisionalmente y cuestionárselo. Eso era justamente, lo que él había intentado hacer siempre. Para mantener ese objetivo en mente, en 1576, hizo que acuñaran una serie de medallas, incluyendo la palabra mágica de Sexto, “epoché”, junto con sus propias armas, y un emblema de una balanza. Y la balanza es otro símbolo pirrónico, destinado a recordarse a sí mismo, que debía mantener el equilibrio y sospesar las cosas, en lugar de aceptarlas sin más. El escepticismo guió a Montaigne en el trabajo, en su vida doméstica y en sus escritos. Los “Ensayos” están impregnados de él: llenó sus páginas con palabras como “quizá”, “hasta cierto punto”, “creo”, “me parece” y otras tantas… palabras que, como dijo el mismo Montaigne, “suavizan y moderan la aspereza de nuestras proposiciones”, y que encarnan lo que el crítico Hugo Friedrich, ha llamado su filosofía de la “falta de pretensiones”.
Ni siquiera los escépticos originales, fueron tan lejos como Montaigne. Ellos dudaban de todo lo que tenían a su alrededor, pero normalmente no consideraban lo implicadas que estaban sus almas, en lo más interno de su ser, en la incertidumbre general. Y Montaigne sí que lo hacia, constantemente:
Nosotros, y nuestros juicios, y todas las cosas mortales, seguimos fluyendo y rodando incesantemente. Así, nada cierto se puede establecer, de una cosa por parte de otra, ya que tanto lo que juzga como lo juzgado, están en movimiento y cambio continuos”.
Esto podría parecer un callejón sin salida, cerrando todas las posibilidades de saber cualquier cosa, pero también podría abrir, una nueva forma de vivir. Lo hace todo más complicado y más interesante: el mundo se convierte en un paisaje multidimensional, en el cual hay que tener en cuenta, todos los puntos de vista. Lo que debemos hacer, escribía Montaigne, es recordar este hecho, para “volvernos sabios a expensas nuestras”. Y añadía: “Debemos esforzar realmente nuestra alma, para ser conscientes de nuestra propia falibilidad”. Los “Ensayos” ayudaban. Al escribirlos, él se colocaba a sí mismo en la posición de cobaya, y se examinaba igualmente a sí mismo, con un cuaderno en la mano.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Enero del 2016.



viernes, 5 de febrero de 2016

MEMORIAS DE MESTANZA

Recordando algo que escribió Jordi Gracia, he releído estos días, un texto un tanto extraño de Ortega y Gasset. Texto que me parece interesante, para los que fuimos formados el siglo pasado, y comprobamos como la realidad en la que hoy vivimos, ya no es la de entonces. Para aquellos que ya pensamos que todas las emociones que se agolpan en nuestro interior, quizá ya nos las veremos desarrolladas nunca. Para todos los que nos educamos en tiempos de soberano desdén hacia los tópicos. Para los que aprendimos a reprimir las ilusiones infundadas.
Me estoy refiriendo a “Memorias de Mestanza”, que publicó Ortega, cuando tenía 53 años, en “La Nación” (Buenos Aires) entre octubre y diciembre de 1936. En el mismo, Ortega acude a un recurso insólito en él: ensaya la ficción rozando la autoficción, como diríamos hoy, un ejercicio público más abiertamente novelesco. Para hablar de la desolación que le embargaba en aquellos días, inventa unas inexistentes “Memorias”, que pueden leerse como una especie de autobiografía intelectual en diferido, depurada y sintética, testamentaria. Es también como una necrológica de sí mismo, un obituario autocrítico, el más autocrítico que jamás redactará, proyectado en un personaje de ficción, contrafigura y máscara de Ortega, Gaspar de Mestanza.
Ortega finge extractar en la serie de artículos, las extensísimas memorias de un hombre que acaba de morir, y que fue “uno de los pocos españoles interesantes, que han nacido en los últimos cien años”. Si hubo un tiempo en que la “soberbia y la vanidad”, fueron las “fuerzas esenciales de que se alimenta la vida humana”, ese tiempo se ha acabado ¿? Pero existió: fue el de Gaspar de Mestanza, fue el de Guizot, Lamartine, Lamennais, Auguste Comte, y a ellos “esa vanidad y esa soberbia les salvaron”, y gracias a ellas “crearon las nuevas formas de vida” de la Europa del siglo XX.
El editor de estas memorias, el mismo Ortega, destila nostalgia por aquellos tiempos y aquellos hombres, que “sólo podían dar tono, continuidad, elevación y dignidad a sus vidas, si sacaban de sí mismos el molde de sus propias vidas”. Pero eso sólo era posible a partir de “una gran fe y un alta idea de su individual persona”. Son ellos ejemplo y modelo de Gaspar Mestanza, “dotados de sin igual perspicacia, para percibir los cambios de los tiempos y definirlos”. Y por fin, hacia los 50 años, Mestanza u Ortega, Ortega o Mestanza, aprenden que “cada cosa es lo que es y nada más” ¿el “un vaso es un vaso” de Rajoy? sin falsos ensueños, sin falsas ilusiones, “acariciadoras pero fraudulentas”. Brota entonces por fin, tras el desengaño y la desilusión, cuando se aprende a reprimir las ilusiones infundadas, “una sorprendente sensación de dominio sobre la vida”, para elaborar “con evidente garbo”, meditaciones sobre la vida humana: que “aunque resulte escandaloso advertirlo, es una realidad sobre la que se ha pensado todavía muy poco en forma deliberada”.
Seguramente Ortega escribió esos textos, entre agosto y septiembre de 1936, y para entonces no serían aún una convicción; sino más bien una profecía, una especie de pronóstico imaginado que, sin embargo, contiene ahilada, esquemática, su autobiografía más delicada y escondida, atribuida a un inventado Gaspar de Mestanza. Es la lectura de su desengaño con España y consigo mismo, o la percepción por fin lúcida, de la desconexión entre los ensueños ideales, de un hombre formado en el XIX, y ansioso reformista del XX, cuando la realidad del XX, ya no es la del siglo XIX. Ortega se despide de sus pretensiones, que ahora sabe de golpe, desnudamente ilusas. Reconoce entonces ese final del mundo antiguo, pero también el error de haber nutrido su imaginación, con ideas y modelos anacrónicos, de haber proyectado sus ideas al presente, cuando ese tiempo y esa sociedad eran ya otros, cuando no regía para ellos, lo que regía para el siglo XIX.
Ortega había calculados mal el tiempo real, la duración de la existencia de cada hombre: la cima de una vida, el punto culminante de la misma, llegaba en el siglo XIX a los 30 años, y en sus 30 años emplaza, efectivamente, la cristalización de lo que ha ido preparando laboriosamente desde sus 20: en una cara, “Vieja y nueva política”, en la otra, “Meditaciones del Quijote”. Pero en el siglo XX esos 30 años, son nada más que una primera madurez ¡no digamos en 2016! y Ortega aprende desde entonces a digerir, que las vidas ya no culminan a los 30 años; que sus planes se fraguaron en un mundo donde las vidas ¿heroicas? no duraban, lo que permanecían en el siglo XX, ni cuando el mundo cambiaba a la velocidad que transcurría el nuevo. Sus planes no iban a ser aptos ni viables, ni realistas, en plena transformación de las sociedades democráticas y capitalistas, de la Europa de los años veinte, mientras él se empeñaba en que las ideas útiles para el siglo XIX, que había interiorizado, lo fuesen también en la sociedad de masas del XX.
Las ideas de Ortega, sobre el exterminio de los mejores, y el ejercicio de la autoridad, por derecho nativo de superioridad, comienza a intoxicar sus lecturas de la realidad, cuando comprueba la indocilidad del mundo a su liderazgo, en torno de 1913 y 1914, aunque sólo se activan esas ideas, de veras, en 1920, cuando ya es evidente la sordera o el desdén de todos, ante la autoridad irrefutable de los pocos. Y sin embargo sigue siendo verdad, la calidad luminosa de sus análisis del cambio que ha vivido el mundo. Pero haberlo analizado, haber descompuesto formidablemente los pedazos del nuevo desorden, no condujo a Ortega a proyectar una solución o un plan o un programa de redención, de cambio, adaptado a ese mismo análisis, sino que retoma soluciones, ideas, planes que proceden de otro tiempo ¿Sólo a mí me suena eso a actuaciones varias y sentencias, de algunos de los nuevos políticos emergentes de hoy?
Ortega se hace ucrónico pero también anacrónico, como si de verdad el origen de todos los males, pudiera ser una presunta pérdida de autoridad, la ausencia de modelos ejemplares, la volatilización de las ideas verdaderas, en creencias acríticas y masivamente respaldadas. El mundo ha cambiado del todo, mientras él actuaba pensando en el mundo de antes, con su estructura jerarquizada y netamente dividida, echándola de menos, reclamándola una y otra vez de forma inútil, casi lírica y, en el fondo, sentimental. ¡Al loro los barones y baronesa del PSOE. Y los líderes de Podemos!
Algunos por nuestra edad, llevamos en nuestras entrañas, como no podría ser menos, los atributos de nuestra generación. Pero no podemos, no debemos, quedarnos sumergidos en ella, sino que la debemos contemplar como flotando sobre ella, la única forma en que podemos salvarnos, cuando ella transcurre llegando a su fin, y seguir siendo aptos para vivir los otros tiempos que subsiguen. Pero eso sólo es posible si nuestro modo sustancial de vida, no es la pasión, sino la visión.
Ortega habría dicho: Ser antiguo y no emergente, pero muy del siglo XXI.

Palma. Ca’n Pastilla a 19 de Enero del 2016.