Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

miércoles, 30 de diciembre de 2015

¿Una nueva generación?

Escuchando los debates durante la pasada campaña electoral, y analizando los datos del 20D, me he venido preguntado ¿de verdad una “nueva generación” ha llegado, y los viejos podemos ya retirarnos a descansar tranquilamente? PP y PSOE, después de todo, parecen haber aguantado la embestida. Las parábolas de Podemos y Ciudadanos, muestran que en una sociedad compleja y estructurada como la española, los intentos de archivar a la derecha y la izquierda, la ilusión de representar todos los intereses bajo un mismo techo, tiene sus limitaciones. Definirse más allá de la política tradicional puede gustar por un momento en una sociedad angustiada, pero a la larga puede generar sospechas. Es posible que el juguete de la anti-política funcione mientras sea monopolio de una sola fuerza. En el instante en que deja de serlo, las preguntas básicas de la política vuelven a acechar: ¿Cuál es el proyecto de los jóvenes de hoy si lo tienen? ¿A quién va a favorecer? ¿De qué manera? ¿Más allá de diferencias entendibles, hay un marco más amplio, que se pueda entender como “proyecto de una nueva generación"? Como diría en su tiempo Ortega, también estoy viendo yo estos días, demasiadas prisas para “construir la historia a la imagen de cada uno”. Y retazos de proyectos marcados por elementos de mentalidad localista o sectaria, en la medida en que se proclama a la cosmovisión de cada uno, como el centro de una conciencia esclarecida. A diario se entregan algunos, a una despiadada dialéctica de “arcaísmo” e “innovación”, ninguna de cuyas categorías valorativas describe en rigor, las corrientes más profundas de fuerza creadora, en un momento y lugar determinados. El “nivel real” en que se mueve siempre la historia, no es ni arcaico ni completamente innovador, sino más bien un sutil punto y contrapunto, entre la tradición y la modernización, tal y como se interactúan en el presente.
¿Nueva generación?
Cuando me jubilé en el 2007, no experimenté ni la más mínima sensación de que mi tiempo ya había pasado. Al contrario, sentí un gran júbilo por disponer de más tiempo para poder seguir actuando en presente, en los diversos ámbitos de mis pasiones: montaña, política, estudios de la historia y de la filosofía… Cuatro años después, en 2011, cuando el famoso 15M, si creí que podía estar acabándose mi tiempo, mi mundo: parecía que una “nueva generación” emergía con fuerza e ideas rompedoras, capaz de arrinconar el viejo mundo de sus mayores, el mío. Aquello me produjo emociones contradictorias. Por una parte tristes, por el arrinconamiento de ideas e instituciones muy queridas para mí: la Constitución, el PSOE, la democracia tal como yo la entendía, como la entiendo, representativa y deliberativa en las Cortes, enfocada a buscar consensos (todo aquello de la democracia directa en las plazas, de las votaciones masivas en las redes al estilo plebiscitos, de un Sí o un No sin matices… reconozco que me superaba un poco). Pero por otra parte, veía en ello una cierta “naturalidad histórica”. Una “nueva generación” sustituía a la antigua, un nuevo mundo al viejo. El testigo pasaba a nuestros hijos, librándonos así, en cierto modo, de la responsabilidad de seguir gestionando un mundo, que cada vez se nos hacía más complejo y difícil de entender. Al fin y al cabo, eso era lo que habíamos hecho nosotros, la “Generación del 68”: irrumpir en el mundo para cambiar sus costumbres, sus hábitos culturales, sus instituciones. Tuvimos la fortuna de asistir en primera fila a la historia de España, cuando comenzaba a madurar un tiempo nuevo. Tuvimos el privilegio de asistir a la aurora de una idea de país. Vivimos un descubrimiento político, que se realizó no ya ante nosotros, sino con nosotros. Y no todos los instantes de un país son el mismo. Nunca podré olvidar la vitalidad y la esperanza con que vivimos esos años, con las que asistimos a la aurora de una España nueva. Pero para un historiador como yo, como he dicho, todo aquello del 15M parecía acoplarse al fluir “normal” de la historia, en el que una “generación” reemplaza a la anterior.
Para que se me entienda bien, debo precisar que manejo el concepto de “generación” en el sentido en que lo presentó Karl Mannheim en 1928. Y como lo entendieron Ortega y Gasset (“El tema de nuestro tiempo”, “En torno a Galileo” y “El hombre y la gente”) y Julián Marías (“El método histórico de las generaciones”). No como un concepto simplemente enmarcado por la edad, si no por “acontecimientos generacionales”, es decir, por hechos que marcaron la juventud y que tendrían una influencia el resto de la vida.
Enfocar la moderna historia cultural, intelectual y política española, bajo el concepto de “generación”, no es algo nuevo. Los escritores reformistas del fin de siècle, fueron agrupados bajo la denominación de “Generación del 98”, Ortega y sus contemporáneos se autodenominaron “Generación del 14”, los grandes poetas españoles de antes de la II República, se conocieron colectivamente, como “Generación del 27”… Soy consciente de que, como recurso metodológico, la acotación de diferentes generaciones resulta algo artificial, ya que ninguna minoría se encuentra tan nítidamente separada del pasado, como con frecuencia tiende a imaginarse. El peligro a la hora de determinar de manera precisa, los límites de grupos generacionales, es similar al que nos encontramos los historiadores, cuando intentamos delimitar una época, un movimiento, una corriente intelectual o, incluso, las fronteras de un acontecimiento del pasado. Y aun más peligroso es el frecuente descuido que cometen, en cuanto a la periodización histórica, escritores e intelectuales, deseosos de acentuar la novedad de su mensaje, afirmando que cada nueva generación representa, y al mismo tiempo crea, una nueva realidad. Es el debate en el que he entrado con frecuencia, de lo “nuevo” y lo “viejo” (ver http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Pol%C3%ADtica%20Vieja%20y%20Nueva).
En muchas sociedades, especialmente europeas, las percepciones de los cambios extraordinarios y rápidos, han sido ligadas a una gran preocupación por las diferencias generacionales. La discontinuidad, en lo referente a las experiencias respectivas de padres e hijos, han estado a la orden del día. La teoría de Freud del complejo de Edipo, es sólo uno de los signos de la muy extendida convicción de que, para alcanzar su madurez, los jóvenes debían “matar al padre”, alzarse contra ellos (los de abajo contra los de arriba, acabar con el Régimen del 78, lo nuevo contra lo viejo…). La descripción que hace sir James Frazer en “La rama dorada”, de la muerte del rey como rito de regeneración social, encuadraría el tema dentro de un marco más amplio, referido a los modelos humanos que han perdido su vigencia. En la idea de revolución contra el mundo de los padres, va implícito un sentimiento de disconformidad con el pasado, entendido como un cúmulo de ideas y costumbres heredadas. Escritores, filósofos, artistas y críticos, han compartido la arrolladora idea de que la “modernidad”, sólo se alcanzará tras una revisión radical, e incluso un rechazo, de la “tradición” (término lingüístico de problemáticas acepciones semánticas). Pero el sentido de estos términos generacionales ha sido siempre relativo, ya que los hijos del momento, serán los padres de la siguiente generación.
Mucho de este concepto generacional, a mi parecer, estuvo en la gestación en España hace cuatro años, del masivo e ilusionante “15M”. Miles de jóvenes sintieron que les arrastraba una corriente que no podían controlar, una tormenta que iba a producir grandes cambios históricos. Gran parte de la sensación de que el cambio radical que se avecinaba, constituía una “revolución”, surgía de la retórica de la rebelión generacional y del culto a la juventud, algo nada nuevo, pues ya había aflorado en Europa antes de 1914, y se había reproducido en los años 60, en las famosas revoluciones estudiantiles (en las cuales yo ya estuve). El término “los jóvenes” lo utilizamos, ya entonces,
para referirnos a todos aquellos que, independientemente de la edad, compartíamos el espíritu de oposición al viejo orden cultural, social y político. El intento de invocar una “nueva generación”, que podía ayudar a establecer el Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, ya lo habían utilizado pasados personajes europeos: Charles Maurras, Barrès, D’Annunzio, Knut Hamsun, Ortega, Unamuno, Charles Péguy, Valéry, Croce, Giovanni Papini, Karl Mannheim… Y aunque las diferencias en lo concerniente a sus experiencias, son quizá tan grandes como sus semejanzas, puede apreciarse en todos ellos el deseo común de reunir a los jóvenes, alrededor de sus respectivas causas e ideales. Propósito que apunta a su creencia de que debían construir un nuevo mundo, frente al de las generaciones precedentes.
En un periodo otra vez atento al tiempo histórico, algunos de los líderes del 15M, parecieron entender su presencia en el escenario de la historia, como un reto que los distinguiría de los que les precedieron y de quienes les seguirían. La amplia corriente del pensamiento historicista, que hace que en esos días se incida en la tesis, de que cada persona contribuye de forma única a la historia de la humanidad, no dista mucho de la premisa de que cada generación debe hacer algo “único”. El distinguir su propia voz (o la voz colectiva de una generación) de la de los demás, se convirtió en una especie de imperativo para ellos. La pertenencia a ese movimiento, seguramente proporcionaba a sus componentes un contexto formativo. Pero pronto pareció que la vanguardia más esclarecida del mismo, el “núcleo irradiador” del que hablaba Errejón, empeñado en concretar la tarea de los tiempos, se fue encontrando algo aislada en su conciencia adelantada, al ser, como dijeron en su día los “decembristas”, “una generación sin padres y sin hijos”. A pesar de ello, durante un tiempo pareció que ya estaba dispuesto el escenario, en donde acontecerían crecientes y complicadas luchas entre padres e hijos, dando paso a una crisis de “generatividad” (término que utiliza Erik Erikson, al hablar de la aceptación de la responsabilidad “paterna”, del mundo que cada uno ha hecho) en la vieja generación, y a una búsqueda de identidad en la nueva. A no tardar, todo ello, en una vuelta inesperada al pasado, dio paso a las ya sabidas retóricas de las “vanguardias”, lanzadas hacia “utopías regresivas”, como diría Fernando Enrique Cardoso. Cuanto más virulenta se hacía la propensión a diferenciarse de sus antepasados culturales/políticos, más polémica parecía configurarse la visión de la historia actual de España. La necesidad de ser “modernos”, implicaba una dura rivalidad con aquellos que habían existido antes. En consecuencia retrataron a estos últimos, de forma innecesariamente ofensiva, como más anacrónicos y fuera de lugar (la casta, los de arriba, los viejos…) más sumidos en el pasado y en las tradiciones caducas, de lo que en realidad estaban.
15M
En pocos días tendremos una pléyade de jóvenes, ocupando los escaños del Congreso de los Diputados y, poco después, espero, el puesto de mando en el Gobierno de España. ¿Por fin una “nueva generación” se hace cargo de nuestro país? Pues desgraciadamente tengo mis dudas. Para constituir una “nueva generación” no es suficiente con ser más joven. Para el historiador estadounidense Robert Whol, especialista en Ortega: “Lo que es esencial para la formación de una conciencia generacional, es la existencia de un marco común de referencia, que proporcione un sentimiento de ruptura con el pasado, y que, posteriormente, distinga a los miembros de la generación, de aquellos que les sucedan en el tiempo”. Y Karl Mannheim, citado ya al inicio de este artículo, escribía: “Ni la mera contemporaneidad, ni el ser coetáneos, ni el estatus social, ni la proximidad física, serán, por sí mismas, suficientes: una unidad generacional efectiva, debe recibir una carga catalizadora de su encuentro con los tiempos, de su descubrimiento de un destino o una suerte compartidos. A partir de entonces, sus miembros se ligan estrechamente entre sí, en virtud de una serie de circunstancias, que pueden definirse con bastante exactitud”.
Para constituir una nueva “generación”, que abra un “tiempo nuevo”, es necesario un cierto acuerdo sobre el futuro que se persigue. Pedro Sánchez parece atisbar algo de esto que digo, cuando el pasado día 11 escribía en El País: “Para que el sueño de un dirigente político, por bienintencionado que sea, se haga realidad, para que el sueño de un partido cambie la vida de la gente, tiene que ser un sueño compartido por millones de personas, por una mayoría mucho más amplia que la de sus simpatizantes y votantes”.
Y no olvidemos lo que decía María Zambrano sobre el futuro: “El futuro es algo que sólo existe en función de algo que se espera, de algo que se ansía o que se ama. Cuando hay ante nosotros una cosa que no es poseída, pero que puede serlo, tenemos futuro. Futuro sólo tiene el que hace, el que vive. El presente es el mero ser”.
¿Una “nueva generación” ha tomado en sus manos el destino de España? Los próximos meses nos lo dirán.

Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Diciembre del 2015.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Reflexiones a vuelapluma, el día después

Hace poco más de un año, comencé a escribir con cierta asiduidad sobre política en Facebook y en mi Blog. Eran fechas en las que tanto en las redes como en los blogs y en la prensa (en papel y digital) se decían muchas cosas, atizadas por algunas encuestas, que me parecían responder más a ciertas angustias, enfados justificados y potentes deseos, que a un análisis racional, sereno y objetivo, así como a un desconocimiento de la historia, y de lo que en realidad es la política. En esos días se decían cosas como: al PSOE no le queda más que un telediario; quedará tan marginado como el Pasok griego; lo nuevo va a barrer todo lo viejo; esos jóvenes airados, hijos del 15M, van a “asaltar los cielos”; vamos a acabar con la casta y los de arriba… Durante esos muchos meses he analizado situaciones diversas, he recordado la historia y he hecho algunas previsiones. Pues bien, celebradas ya las elecciones “históricas”, hora es de hacer balance de todo aquello en que me equivoqué, y de lo que acerté, al menos de momento.
Me equivoqué:
Al subestimar la capacidad y el apoyo ciudadano a Podemos. Ha obtenido mejores resultados de los que me esperaba ¡Enhorabuena! Ya me lo decían algunos buenos amigos, como Miquel Rayó: “Tranquí Emilio, y no los subvalores tanto”. Así ha sido, se han acercado mucho más de lo que pensaba al PSOE. De momento lo han hecho muy bien. Pero no porque sea un gran triunfo obtener 69 diputados la primera vez que se presentaban. Los socialistas obtuvimos 118 la primera vez en 1977. Era otra época se apresuraran a decirme algunos. Efectivamente eran otros tiempos muy diferentes. Y por eso, porque fue en 2011, cuando entraron los “tiempos nuevos”, tampoco se puede comparar los resultados de ayer del PSOE con los de ese año. Además los mismos números, se pueden contemplar desde diferentes perspectivas. El PSOE ha caído de 110 diputados a 90, cierto. Tanto como que el PSOE ha reducido ahora, la diferencia en escaños con el PP. En 2011 el PP nos sacó 76 escaños de ventaja, ayer sólo 33.
¿La "nueva generación"?
Igualmente no acerté en mi previsión de que I.U. sacaría mejores resultados, de los que les otorgaban las encuestas. Seguramente, en contra de lo que preconizo, me dejé llevar más por mi simpatía y por mis deseos, que por un análisis más racional, acerca de hasta que punto Podemos les había robado su imagen y sus votos.
Alguno puede estar tentado de apuntarme: también erraste al pronosticar que el PSOE ganaría las elecciones. Pues no, leerme o releerme bien. Muchas veces escribí lo de que el partido socialista no iba a desparecer ni a quedar marginado. Pero ni una vez, ni una, he escrito que el PSOE ganaría.
Acerté: En mi gran preocupación por la difícil “gobernanza”, a la que se iban a enfrentar la nuevas Cortes. Pues sí, conseguir conformar una mayoría, en ese arco iris en que se ha convertido el Congreso de los Diputados, va a ser un reto sólo apto para políticos de una altura considerable. La situación no es que sea negativa “per se”, podría llegar hasta ser positiva. Pero mucha, mucha cintura política y altura de miras por parte de todos, serán necesarias para que esta legislatura, no se convierta en la más breve de nuestra historia democrática.
Y pronostique muy acertadamente, que el PSOE no iba a desaparecer, ni iba a quedar marginado. Ahí está, se mire como se mire, como primera fuerza de la izquierda, después de haber sido ferozmente atacado por todos sus flancos, y minusvalorado, e incluso despreciado, por casi todos los medios de comunicación.
Pero mucho ojo: ¡la historia no acabó ayer! Es más, me parece que la nueva etapa histórica, el juego real de la “nueva política”, comienza hoy. Lo que ocurra en los próximos meses, va a ser más decisivo para nuestra historia, y para el futuro de los partidos políticos, que todo lo que ha pasado, que ha sido mucho, en el año que ahora vence. La campaña pude haber sido una especie de broma, frente a la difícil y larga pugna que se avecina, en la que se disparará con fuego real. Porque la política, lo he repetido mucho, no va de juegos florales. Se trata del poder, y con el mismo, pocas bromas. Al final acabará venciendo el más templado, el más listo, el más coherente y menos demagógico, el que sepa concitar en torno suyo, un proyecto de futuro posible e ilusionante.
Y respecto a mi partido de toda la vida, el PSOE, ni por asomo se me ocurriría recomendarle que haga autocrítica. Lo conozco como si lo hubiera parido, y por eso sé que la hará como siempre, a lo bestia. Los socialistas tenemos unas pulsiones anarquistas, que ya hubieran deseado para ellos en los años treinta, los amigos de la CNT-FAI. Bienvenida sea la autocrítica, pero ojo al nivel de la misma, no vayamos a echar por el desagüe al bebe con el agua sucia, no vayamos a destruir lo que hemos reformado en el último año y medio, no vayamos a destruir la casa, antes de construir el nuevo cobijo.
Pero si es cierto que muchas cosas nos las tenemos que hacer mirar. No podemos soñar con una nueva hegemonía, sin contar con las clases medias y trabajadoras de las grandes urbes. No podemos liderar el futuro, si un montón de jóvenes no están con nosotros. Y especialmente, nuestro futuro será muy obscuro, si no acabamos con esa endogamia que envenena algunas de nuestras federaciones, con esa especie de leninismo, de “centralismo democrático”, que utilizan los aparatos aún en muchas, en demasiadas, zonas de nuestra geografía. También habrá que ver como Podemos compagina ese leninismo, con un grupo parlamentario compartido con “En comú”, “Compromis”, Marea Anova… Pero ese es su problema. El nuestro es seguir renovando el partido: para que nos lideren los mejores entre los nuevos jóvenes; construir espacios de convergencia coherentes, con las fuerzas más renovadoras y modernas de las grandes ciudades; presentar un proyecto de futuro ilusionante, que vaya más allá de reconquistar los derechos y libertades, que ha recortado la derecha; presentar un modelo de sociedad más justo y atractivo a nivel europeo, pues es en Europa donde está el futuro, no en nacionalismos retardatarios y de campanario. En suma, un proyecto por el cual los mayores, podamos pensar que, ahora sí, ha llegado a los mandos de nuestra patria, una “nueva generación”.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Diciembre del 2015.


jueves, 17 de diciembre de 2015

Escribir y anotar

En El País. Babelia (14.11.2015) comentó el gran Antonio Muñoz Molina, el libro del escritor argentino Sergio Chejfec “Últimas noticias de la escritura”, que me llevaron a estas reflexiones.
Justo en estos tiempos, inmersos en el vértigo acelerado de lo digital, cuando escribimos palabras casi fantasmales sin tinta, sobre un rectángulo blanco que asemeja una hoja de papel (ah, como añoro mi estilográfica Montblanc), cuando es suficiente un golpe equivocado sobre una tecla, para que se nos borre todo lo que hemos logrado generar con tanto esfuerzo, Chejfec reflexiona en su libro, sobre el lado material de la escritura y la lectura, recordando un mundo que aparentemente se extinguió hace mucho tiempo, pero que en realidad ha durado, hasta bien alcanzada nuestra edad adulta.
Aprendimos, los de mi generación, a escribir rellenando incesantemente cuadernos de caligrafía con rayas paralelas. Luego escribimos con ruidosas máquinas mecánicas y, algo más tarde, en grandes cacharros eléctricos en los que, en cuanto nos descuidábamos y presionábamos algo de más una tecla, se disparaba un tableteo de ametralladora.
Antonio Muñoz Molina
Hoy lo instantáneo silencioso, y la lisura sin tacto e inodora de lo digital, disparan en nosotros la añoranza y remordimiento, de no estar trabajando con las manos, la envidia que sentimos al visitar el lugar de trabajo, el taller, el estudio de un artista (tengo varios primos/as y “sobrinas” por parte de ellos, que son pintores/as) con esa atmósfera tan especial de viejo lugar, en el que se pintan, cortan, tallan y se manipulan cosas. Escribir, soñamos, se tendría que parecer más a una de esas tareas. Cómo se pareció en otro tiempo, en el que empleábamos tinta, papel, se producían borrones, nos veíamos obligados a tachar frases, y hasta párrafos enteros, cuando nos parecían inapropiados o escasamente literarios, rompíamos hojas y volvíamos a empezar... Cada uno de nosotros, ebrios de escritura, teníamos nuestro tipo de papel preferido, nuestras libretas de notas favoritas, que palpábamos y olíamos con fruición.
Los ojos no dejan nunca huella al recorrer líneas de escritura, pero al menos en un libro impreso, de papel, los lectores podemos marcar la constancia de nuestra relación con lo leído (subrayando, anotando) “pruebas de la conversación con los difuntos”, a la que alude Quevedo en su soneto a la imprenta. Yo lo hago mucho en mis libros, quizá demasiado, pues luego familiares y amigos, me dicen que les resulta difícil leerlos, sin dejarse influenciar o marear por mis anotaciones y subrayados.
 Sergio Chejfec
En la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, comenta Muñoz Molina, la presencia de Borges está fijada en sus anotaciones y subrayados a los libros que leyó. Y en su libro sobre Lucrecio, "El Giro", Stephen Greenbjatt cuenta una historia que seguro que le gustaría a Sergio Chejfec: hace unos años se subastó un ejemplar de De rerum natura impreso hacia mediados del siglo XVI, lleno de subrayados y notas, del que, por la caligrafía y el tono de las anotaciones, se comprobó con toda certeza, que ese era el ejemplar que había poseído y leído infatigablemente Montaigne.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Noviembre del 2015.

jueves, 10 de diciembre de 2015

La decepción democrática

Debemos ser críticos con la política, pero sin hacernos demasiadas ilusiones.
Escribe Daniel Innerarity y comparto con él estas reflexiones, especialmente en estos días en que estamos ya en plena campaña electoral.
Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien, se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.
Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción, que genera la corrupción descubierta, o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos, está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política, corresponde a una nostalgia inadvertida, por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social, en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.
Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica, a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual, de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno, lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder, sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones, e invita a respetar los propios límites.
Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos, se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores, aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos, para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.
Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido, y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe, y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte, para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones, es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece, a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica, o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana, sino sobre todo porque en algún momento, tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución, impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles, con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales, han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad, que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.
Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción, y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa, y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente, que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.
Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática, no viene nada mal que analicemos con menos histeria, el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida, y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos, sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Diciembre del 2015.

martes, 1 de diciembre de 2015

¿Marginar la Filosofía?

Massimo Cacciari, catedrático de Estética y Metafísica y ex alcalde de Venecia, que ha terminado hace poco un nuevo libro “Laberinto filosófico” (donde explora la relación con el “otro”, desde los inicios de la filosofía europea) pasó por Madrid y, en una entrevista, habló de la marginación de la Filosofía y las Humanidades, en los planes de estudio.
Dijo Cacciari, que aquella idea de formación como camino a la excelencia, la paideia (educación o formación) de los clásicos, pasa por malas horas. No sólo en España, y no sólo marginando la filosofía de los planes de estudio. Ya no se enseña ni latín ni griego y, por lo que se refiere a la literatura, sólo hay interés por la del país donde se imparte. El de masacrar las humanidades es un discurso que se ha instalado hace tiempo en Europa. La idea que sostiene este proyecto es un mito: que el pasado, pasado está; y que por tanto está muerto. Y eso no es cierto: el pasado siempre es problemático y vive en la memoria actual, forma parte del proyecto de futuro. Está vivo en la palabra, en la lengua.
Massimo Cacciari
Al marginar la filosofía y las humanidades, Europa se está destruyendo a sí misma. Lo que resulta paradójico es que sea Europa, la única empeñada en borrar sus propias huellas. Ni Estados Unidos, ni China, ni Japón han tomado esa dirección. En cambio, Europa si le ha dado la espalda a su legado – al humanismo, al Renacimiento, al idealismo alemán – y entiende que el futuro pasa sólo por el crecimiento del PIB y por adaptarse a las exigencias del presente inmediato.
Le lectura de esta entrevista, me llevó a recordar un texto de María Zambrano (la gran discípula de Ortega y Gasset y también de Julian Besteiro) “El problema de la filosofía española”, escrito en 1948. En el mismo se pregunta Zambrano: ¿Qué significará, pues en la vida española, en cualquier vida, la carencia de filosofía? Y se responde que nada más preguntarse por esa cuestión, salta enseguida esa otra idea, más que idea suprema esperanza del espíritu occidental: la libertad.
¿Estarán íntimamente ligadas, la forma de pensamiento que llamamos filosofía, con la aspiración suprema que llamamos libertad? Un hecho esencial parece así corroborarlo: la idea del estado típicamente occidental. Y no sólo la idea, también la agitada historia, el sinnúmero de padeceres de todos los pueblos de Occidente, por realizar un Estado que encarne a esa deidad perseguida, pues la historia de Occidente podría escribirse como la serie infinita, de los esfuerzos, tribulaciones y martirios por alcanzar la libertad; como los padeceres, glorias y caídas de la Libertad misma.
¿Ha existido en verdad filosofía en España? Pregunta que nos adentra en los más íntimos pliegues de su existencia. Porque no es un lujo la filosofía para los pueblos de Occidente, sino como dijera Plotinolo que más importa”, es decir, lo más necesario. Y no era por azar, que en el último periodo de la vida española, en el que podríamos llamar “renacimiento”, o quizá mejor “resurrección”, la filosofía hubiera tomado uno de los primeros planos de nuestra vida.

Palma. Ca’n Pastilla a 25 de Noviembre del 2015.