Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

jueves, 26 de noviembre de 2015

La Modernidad y la Crítica Estética. Baudelaire y Benjamin

De la Modernidad, del legado de la Ilustración, ya he escrito un par de veces, y puede que vuelva a hacerlo. Pero hoy me gustaría limitarme a unos apuntes, para reflejar la importancia que la crítica estética tuvo, en la toma de consciencia del problema o problemas, a los cuales se vio confrontado el concepto de “modernidad”.
La modernidad no puede ni quiere tomar prestados de otra época, los criterios en función de los que se orienta. “La modernidad se ve obligada a extraer su normativa, de ella misma”. Quizás esto explique que sea tan irritable respecto a la idea que ella se hace de si misma, y también la dinámica de sus tentativas para “fijarse” y “ser fijada sobre si misma”, que se han producido sin descanso hasta nuestros días.
Pero fue inicialmente en la crítica estética, como ya he dicho, donde se tuvo inicialmente consciencia, del problema al que la modernidad se enfrentaba: el de fundarse por sus propios medios. Ello se comprueba claramente, desde el momento que reconstruimos la historia del término “moderno”. El proceso de ruptura con el modelo del arte antiguo, se inició a principios del siglo XVIII en la celebre “Querelle des Anciens et des Modernes” (H. R. Jauss). El partido de los Modernos se rebela contra la idea, que el clasicismo francés se hace de si mismo, asimilando el concepto aristotélico de perfección al de progreso, tal como había sido sugerido por la ciencia moderna. Los “Modernos” ponen en cuestión el sentido de imitación de los modelos antiguos, apoyándose sobre argumentos histórico-críticos; y con respecto a normas de una belleza absoluta, aparentemente supratemporal, definen los criterios de lo bello como algo temporal o relativo, expresando así la idea que la Ilustración se hace de si misma, la de representar el inicio de una nueva era. Aunque el sustantivo modernitas (y la pareja de opuestos antiqui/moderní) haya sido empleado en sentido cronológico desde la Antigüedad tardía, el adjetivo “moderno” no ha sido substantivado hasta mucho después, en las lenguas europeas de los tiempos modernos, e incluso entonces, sólo en el dominio de las bellas artes. Lo que explica porque los términos de “moderno” y “modernidad”, han mantenido hasta nuestros días, un núcleo de significación estética, caracterizado por la idea que el arte de vanguardia se hace de si mismo (H. R. Jauss Pour une esthétique de la réception).
A ojos de Baudelaire, la experiencia “estética” se confundía con la experiencia “histórica” de la modernidad. En la experiencia fundamental de la modernidad estética, el problema de la autofundación adquiere una forma más aguda, en la medida en que el horizonte de la experiencia temporal, se reduce al de la subjetividad descentrada, que se aparta de las convenciones de la vida cotidiana. Por esto es por lo que el arte moderno, ocupa en Baudelaire un lugar singular, en la intersección de las coordenadas de la actualidad y la eternidad. “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (Ch. Baudelaire: “Le Peintre de la vie moderne”). En adelante la modernidad, reenvía a una actualidad que se consume, y pierde la extensión de un tiempo de transición, de un tiempo actual extendido a lo largo de varios decenios, ubicado en el corazón de los tiempos modernos. La actualidad no puede tomar consciencia de ella misma, por oposición a una época superada y rechazada, como una “figura” del pasado. No puede constituirse, sino en tanto que intersección del tiempo y de la eternidad. Como contacto inmediato entre actualidad y eternidad, la modernidad no consigue, bien sûre, librarse de su precariedad, pero evita la trivialidad: según entiende Baudelaire, la modernidad apunta a conseguir que el instante transitorio, sea reconocido como el pasado auténtico de un presente próximo. La modernidad prueba su valía en lo que será un “día clásico”, será clásico en adelante el “relámpago” en el cual surge un tiempo nuevo que, si no perdura, ratifica su declive en su primera entrada en escena. Esta concepción del tiempo, aún más radicalizada en el surrealismo, justifica el parentesco entre “modernidad” y “moda”.
Baudelaire parte del resultado de la conocida y ya mencionada “Querelle des Anciens et des Modernes”, pero modifica, de forma significativa, la relación entre lo bello absoluto y lo bello relativo: “Lo bello está compuesto de un elemento eterno, invariable, y de un elemento relativo, circunstancial, como la época, la moda, la moral o la pasión. Sin este segundo elemento, que es como un envoltorio divertido, titilante, aperitivo del divino pastel, el primer elemento sería indigesto, inapreciable, no apto ni apropiado para la naturaleza humana”. Crítico de arte, Baudelaire subraya en la pintura moderna, el aspecto de la “belleza pasajera, fugaz, de la vida presente, el carácter de lo que el lector nos ha permitido llamar la “modernidad”. Baudelaire escribe “modernidad” en cursivas; pues es consciente del nuevo uso, original desde el punto de vista terminológico, que hace de esta palabra. En este sentido la obra auténtica está, de forma radical, ligada al instante de su génesis; es precisamente porque ella se consume en la actualidad, que puede interrumpir la ola perenne de las trivialidades, quebrar la normalidad, y colmar el imperecedero deseo de belleza, el tiempo de una fusión pasajera entre lo eterno y lo actual.
La belleza eterna no se descubre más que bajo el disfraz de un traje de época; es lo que Walter Benjamin señalará de la imagen dialéctica. La obra de arte moderno se coloca bajo el signo de unión entre los esencial y lo efímero. Este carácter de actualidad fundamenta, por otra parte, el parentesco entre el arte, la moda, lo nuevo, el punto de vista del ocioso, del genio o del muchacho, quienes no disponen de protección contra la excitación que constituyen los modos de percepción usuales y convencionales, y que, de esta manera, quedan indefensos frente las agresiones de la belleza y de las excitaciones transcendentes, disimuladas en las realidades más cotidianas. El papel del “dandy” consiste, entonces, en el hecho de ser apático, indiferente, y en el de proporcionar a este tipo de no-cotidianidad un giro ofensivo, manifestando la no cotidianidad por la provocación. El “dandy” combina la ociosidad y el gusto por la moda, con el placer que el siente por sorprender, sin ser él nunca sorprendido. Es el experto en el gusto pasajero del instante, del cual brota lo nuevo. “Busca cualquier cosa que pueda llamar “modernidad”, pues para él no existe otra palabra que exprese la idea en cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda, lo que pueda contener de poético en lo histórico, de sacar lo eterno de lo transitorio”.
Walter Benjamin retoma el tema para descubrir, a pesar de todo, una solución al paradójico problema, de extraer de la contingencia de una modernidad, convertida en absolutamente transitoria, los criterios que le son “propios”. Si Baudelaire se tranquilizaba, pensando que la constelación del tiempo y la eternidad, se cumplía en la obra de arte auténtica, Benjamin intenta traducir de nuevo esta experiencia fundamental de orden estético, en una relación de orden histórico. Y da forma al concepto de lo “à-présent”, en el que han penetrado astillas del tiempo mesiánico o finalizado, y ello por medio del tema de la “mímesis”, por así decirlo convertido en transparente, detectable en los fenómenos de la moda: “La Revolución francesa se entendía como una Roma reanudada. Se citaba la antigua Roma, exactamente como la moda se refiere a un vestido de otros tiempos. Recorriendo la vieja maleza, es como la moda detecta el humo de lo actual. Tal como un salto del tigre al pasado… Efectuado en el vacío, es el mismo brinco que el salto dialéctico, la revolución tal cual la concibe Marx”. Lo que Benjamin impugna, no es únicamente la normativa “tomada” de una comprensión de la historia, fundada en la imitación de antiguos modelos, combate de igual modo las dos concepciones que, aunque situándose en el terreno de la historia moderna, amortizan y neutralizan, la provocación que constituye lo nuevo y absolutamente inesperado. Y se opone, a la vez, a la idea de un tiempo homogéneo y vacío, ocupado por la “obstinada creencia en el progreso”, que caracteriza el evolucionismo y la filosofía de la historia, y a esta neutralización de todos los criterios en los que opera el historicismo, cuando encierra la historia en un museo, y no cesa de enumerar la sucesión de acontecimientos, como si fueran una ristra”. Su modelo es Robespierre, que había citado, mencionando la Roma antigua, un párrafo cargado de “à-présent” y rico en “comunicaciones”, con el fin de aclarar el continuum inerte de la historia. Es la forma mediante la cual intenta, como por un choque a la manera del surrealismo, detener el mencionado curso inerte de la historia, que una modernidad, reducida a la actualidad, debe tomar prestada su normativa de las imágenes especulares de un pasado “convocado”, desde el momento en que accede a la autenticidad de un “à-présent”. Un tal pasado no se percibe nunca como ejemplar por naturaleza. El modelo baudelairniano del modisto proyecta, por el contrario, una viva luz sobre la creatividad, que opone el acto del adivino detector de estas “comunicaciones”, el ideal estético de una imitación de modelos clásicos.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Octubre del 2015.


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Isak Dinesen

En la primavera de 1986 Elena Valenciano, por entonces algo así como mi “Jefa de Gabinete”, en la “Secretaría de Admon. y Finanzas del PSOE”, y que sabía bien de mi pasión por Isak Dinesen (seudónimo de la Baronesa von Blixen-Finecke) y su obra literaria, me preguntó porque no escribía un artículo para “Letra Internacional”. Yo no estaba seguro de estar a la altura. Pero pasando ella por encima de mis temores, se puso directamente en contacto con mis amigos Salvador Clotas y Ludolfo Paramio, directores de la mencionada revista, quienes formalmente me insistieron en que lo escribiera. Así que aprovechando las vacaciones de ese Agosto, redacté el largo artículo, que se publicó en el número de Otoño de Letra, y que ahora subo al Blog.
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Me temo que la atracción erótica de Robert Redford y las bellas imágenes, de los inmensos espacios abiertos de Kenia, explicitados magistralmente en la película “Memorias de África”, tengan mucho que ver con la popularidad actual de Isak Dinesen y sus principales obras. Nada tengo que decir, sino todo lo contrario, en oposición al erotismo y a la estética.
Pero a mí personalmente me gusta creer, que el favor de que gozan hoy lo libros de la baronesa Karen Blixen, se debe a una especie de rebelión contra un concepto de la vida excesivamente pragmático, materialista, en que todo se mide en términos radicalmente prácticos, y se tasa exclusivamente por su valor de mercado.
Isak Dinesen. Karen von Blixen
En los últimos tiempos estamos presenciando un renacer del puritanismo, con su evangelio del trabajo por el trabajo y sus restantes virtudes hermanadas siempre con la más absoluta prudencia. Asistimos diariamente a la exaltación de la cultura individualista – el Estado debe ser arrinconado – del éxito individual y la respetabilidad social. Reagan quiere que la oración sea obligatoria en las escuelas públicas. Se pretende revisar, en clave reaccionaria, las legislaciones sobre el aborto, la pena de muerte y, si me apuran, el divorcio. Toda una campaña se está orquestando contra las relaciones sexuales que la “gente bien” – la de mente sucia que decía Bertrand Russell – considera heterodoxas; como si iniciáramos una vuelta a ese ascetismo que parece surgir como tendencia, cuando se ha llegado a un cierto grado de civilización (no lo hallamos en los primeros libros del Antiguo Testamento, pero sí ya en los últimos y, sobre todo, en el Nuevo Testamento). El deseo de liberar al espíritu de la servidumbre de la carne, ha inspirado muchas de las grandes religiones, y parece cobrar hoy dimensión entre los líderes de lo que llamamos “mundo occidental” (véase “Nuestra ética sexual”, de Bertrand Russell).
En este escenario aparecen como un soplo de aire fresco, como una bocanada de oxígeno: Lejos de África, Sombras en la hierba, Cuentos de invierno, Siete cuentos góticos, Cartas de África… etc. Su canto a la vida, a la naturaleza, a los espacios abiertos, al amor, al erotismo; su alegría de vivir; su añoranza de un tiempo en que las grandes pasiones eran algo cotidiano; sus descripciones de lo que sería una “nueva aristocracia”… parecen haber “llegado” a un cierto fondo de romanticismo que, aletargado, perviviría, a pesar de todo, en muchos de nosotros.
Y, por difícil que sea, quizás aún más que sus criaturas literarias, sea la propia “Baronessen”, por su vida y su personalidad (“Isak Dinesen”, Judith Thurman, Planeta 1986) la que realmente nos ha devuelto nuestra fe en la vida, nuestra propia alegría de vivir, “una grande, una salvaje alegría de estar vivos (Op. cit.).
“La muerte no es nada, el invierno no es nada, porque las llamas, el fuego, han vuelto a erigir los caídos altares de mi juventud en la hierba primaveral” (“Rog”, Humo, de Sophus Claussen).
Podríamos decir que Karen Dinesen WestenholzBaronesa Blixen-Finecke, por casamiento – fue una feminista “avant la lettre”. Emancipada, independiente, libre, es ella y no su marido la que en el primer cuarto de este siglo dirige la empresa cafetera “la granja” en África. Por encima y en contra de su clase, la vieja aristocracia europea, mantiene posiciones que, aún hoy, se considerarían avanzadas en temas como política, relaciones con otras razas, moral, religión, sexualidad… etc.
Su padre – Wilhelm Dinesen – aventurero, romántico, soldado, político y escritor, aunque desaparecido cuando aún ella era una jovencita – se suicidó – fue su principal mentor. Le enseño a pensar con independencia, libremente, al margen de dogmas de creencias tradicionales y absurdas (“Soy” escribía a la que por entonces era su novia, futura madre de Karen, “mucho más librepensador en materia religiosa que tú. He visto tantas y tan extrañas ceremonias religiosas que casi todas las religiones me parecen locas, absurdas, estúpidas, y a veces abominables”).
Fue él quien sacó a Karen aún niña, del limbo doméstico y la transportó a otro mundo en el que había pasiones, espacios abiertos, grandezas, tierras vírgenes, campos de batalla… Le inculcó el gusto por una vida desinhibida y sensual, con sus peligros éticos y su abnegación. Y, sobre todo, le dio un sentido de su energía erótica que fue, desde un principio, exagerado. Ella y su padre formaron una aristocracia de dos miembros, y el mayor orgullo de Tanne (así la llamaban en su juventud) era ser de él y no y no de “ellos” (los puritanos y los prudentes Westenholz maternos. Op. cit.).
Cuando en la Europa de los años diez y veinte el consenso era conservador, mojigato y patriarcal ¡no digamos las mujeres! ella fue radical, liberada y moderna. Luego, cuando se hizo más liberal – y después socialista o socialdemócrata en su Dinamarca de la postguerra – Karen se encargó de representar el “ancien régime”… y le encantaba escandalizar a la gente con sus “declaraciones aristocráticas”: “Le gustaba la provocación por la provocación, lo que tal vez no fuese tan frívolo como parece. Lo hacía siempre en aras del principio erótico” (Op. cit.).
Karen Blixen se enamoró profundamente de la vida. Le gustaba vivir, disfrutaba enormemente con ello. Toda su persona era vitalidad, sensualidad. Había que exprimir la vida, sacarla la última gota de jugo a lo que te ofrecía en cada momento. Se debía “estar en relación directa con la vida; aceptar el destino sin condiciones, dejar de posponer la vida en nombre de un ideal” (Op. cit.). Se hubiera declarado en completo acuerdo con Bertrand Russell cuando este escribió en su obra”: “Yo creo que, en todas las descripciones de la vida buena en la tierra, tenemos que dar por supuestas ciertas bases de vitalidad y de instinto animal; sin esto la vida se hace mansa y carente de interés. La civilización debe contribuir a esto, no ser un sustitutivo de ello; el santo ascético y el sabio apartado no son seres humanos a este respecto. Un pequeño número de ellos pueden enriquecer una comunidad; pero un mundo compuesto de ellos se moriría de aburrimiento”.
Un buen resumen de esta filosofía vitalista lo podemos encontrar en la carta que Karen escribe a su madre con motivo del suicidio de su prima Daisy Castenskiold: “No creo que nadie pueda decir que fue desgraciada. Vivió la vida con más alegría que la mayoría de la gente; estaba siempre comprometida en algo y todo le interesaba, y fue amada como pocas personas lo son”.
Resumiría, con H. G. Wells que “la idea más grande y revolucionaria de la época moderna es educar a los seres humanos para la felicidad” (“El sueño”).
Pero vivir, entendido como algo más que sobrevivir, como mantenerse “en marcha”, llegó a constituir una necesidad biológica para la baronesa. En un cierto momento de su vida quiso hacer una peregrinación a La Meca; ir en scooter por las calles de París; construir un hospital para los masai; visitar las ruinas de la antigua Grecia; encontrar la cabaña en que su padre vivió unos años con los pieles rojas en Wisconsin… Y más tarde tendría la osadía de pretender que como combustible para todo eso bastaba con una dieta de ostras y champán. La exhortación de Pompeyo a su tripulación, “Navigare necesse est vivere non necesse” (Navegar es indispensable, vivir no) fue su lema, y literalmente llegó a significar que era más importante mantenerse en marcha que vivir (Op. cit.).
Es la misma filosofía que llevó a Elizabeth Janeway a escribir en “El arte de detener el tiempo”: “Lo único que en realidad nos pertenece en nuestra existencia es lo que hemos vivido plenamente”. O la de todos aquellos que amamos la montaña y nos sentimos identificados con Elizabeth Arthur cuando afirma en “Más allá de la montaña”: “No vinimos para alcanzar la cumbre, para poder decir luego que lo habíamos hecho; para estar aquí y ahora, es por lo que hemos venido… Para así conocernos mejor y demostrar, al menos a nosotros mismos, que alcanzar las cumbres no es lo más importante sino moverse hacia ellas”.
Wilhelm (su padre) transmitió a Karen, como tantas otras cosas, un profundo, un apasionado amor por la Naturaleza; y una concepción de ésta como la gran fuerza moral. La llevaba a dar largos paseos por el bosque o la orilla del Sund. Y le enseñó a ser observadora, a distinguir las flores silvestres y el canto de los pájaros, a contemplar la luna, a designar por su nombre a las plantas. “Ejercitó sus sentidos, le hizo ser consciente de ellos como lo es un cazador, a imitación de su presa” (Op. cit.). Karen Blixen contaba lo que creía era su recuerdo más antiguo: “ser llevada de la mano hasta lo más alto de una colina para mostrarle un panorama espectacular” (Op. cit.).
Buena discípula, aprendió a fondo la lección, e Isak Dinesen nos ha dejado repetidas muestras de esa sensibilidad extrema hacia la belleza del entorno natural: “… antes de la salida del Sol, cuando las estrellas, a punto de retirarse y desvanecerse en la cúpula del cielo, aún pendían de él como grandes gotas luminosas, y el aire quieto tenía aún la extraña limpidez y la profundidad de agua de fuente del alba de África” (“Sombras en la hierba”). “La hierba era yo, y el aire y las montañas visibles a lo lejos eran yo, y los cansados bueyes eran yo. Yo respiraba en la brisa nocturna que acariciaba los espinos” (“Lejos de África”).
Como muy pocos, Karen Blixen hizo honor al aserto de Bertrand Russell: “El hombre es parte de la naturaleza, no algo en contradicción con ella” (“Lo que creo”).
El amor, como el vivir, fue para Tanne pasión, libertad, ausencia de normas; pero respeto y cariño para la pareja, aún cuando la pasión ya fuera un recuerdo: “He salido de cuantos asuntos amorosos he tenido como la mejor amiga de mi pareja”, escribe a su hermano Thomas (“Cartas de África 1914-1931”). Se reveló contra la mojigatería y la represión de la necesidad sexual, fenómeno tan usual en la cultura de la clase media. Y el amor diario, duradero, con erosiones y desengaños, tan mecánico, tan amistoso, tan artificial, le parecía totalmente insípido.
Au revoir
He llorado y he dicho adiós,
así termina nuestro duelo de amantes.
El honor de ambos quedó bien servido.
Y para honra de tu alma
recordaré todos los viejos lugares.
Amigo, fue agradable, en cualquier caso”.
(En el archivo de Karen Blixen, Biblioteca real de Copenhagen).
En el amor, como en la caza, la preparación es casi tan importante como el final, pero este tiene que ser total, definitivo. Caza y amor son ambos luchas “mortales” y formas de juego. La gallardía de las dos partes y su respeto mutuo por el ritual de la persecución son más importantes que el resultado (“Isak Dinesen”. J. Thurman). “Pero recordé – escribe en ‘Sombras en la hierba’ – las palabras de mi viejo amigo el tío Charles Bulpett: ‘la persona que es capaz de deleitarse en una grata melodía sin querer aprenderla, en una mujer hermosa sin desear poseerla, o en un magnífico animal salvaje sin querer matarlo, no tiene corazón’. De este modo aquel disparo, en aquel lugar y antes del alba, fue en realidad una declaración amorosa”.
Gallardía en la caza, gallardía en el amor, pero, sobre todo, gallardía al encarar la vida, define a quienes la poseen, en la concepción de Karen, como una nueva aristocracia social, una mejor forma de nobleza. Tanto Galbraith Cole, como su hermano Berkeley y su cuñado lord Delamere (algunos de sus amigos de África) así como su amante Denys Finch-Hatton, poseían lo que ella llamaba “lo más importante en un noble, un ‘fond gaillard’ (Notaterom Karen Blixen, de Clara Svendsen).
Quizás Tanne fue seducida por la extraordinaria confianza en sí mismos de que hacían gala algunos de aquellos aristócratas ingleses que encontró en Kenia. “… la absoluta confianza en sí mismos de los aristócratas ingleses que había conocido recientemente, hombres como Delamere y Galbraith Cole, que ‘comprendían su propio carácter y actuaban sin miedo de acuerdo con él” (“Cartas de África”). No se sentían destinados a dejar huella en el mundo, pero tenía una confianza aristocrática en su lugar en él” (“Isak Dinesen”, Judith Thurman).
Pero “aristócrata” es para Karen Blixen todo aquel que encara la vida con gallardía, con estilo, con pasión, trágicamente; pertenezcan a la nobleza de sangre, al proletariado, a la burguesía comercial, o a la tribu de los masai.
Pueden ser verdaderos “aristócratas” los integrantes del proletariado: “… debo ir entre el proletariado… los verdaderos aristócratas… porque el proletariado no tiene nada que perder. Pero la clase media siempre tiene algo que perder, y el Diablo está entre ellos en su forma peor, es decir, la más mezquina” (“Cartas de África”).
Pero también pueden ser dignos de pertenecer a esa “nueva aristocracia” ciertos pequeños empresarios que, paradójicamente pertenecerían a la denostada clase media: “Los firmes y resueltos viejos comerciantes no pestañeaban al hacer balance: en los tiempos difíciles miraban cara a cara a la quiebra y la ruina” (“Cuentos de Invierno”).
Y sobre todo son “aristócratas” los queridos, los admirados masai: “Era justo, pensé, que Emmanuelson hubiera buscado refugio entre los masai y que ellos se lo hubieran dado. La verdadera aristocracia y el verdadero proletariado del mundo comprenden la tragedia… En esto se diferencian de la burguesía de todas las clases, que niega la tragedia, que no la tolera y para la cual la propia palabra es desagradable… Los taciturnos masai, que son a la vez aristócratas y proletarios, reconocerían en el solitario caminante de negro una figura trágica; y el actor trágico con ellos, había dado lo mejor de sí” (“Lejos de África”).
Seguramente Karen Blixen fue heredera de Georg Brandes en su concepto de la “nueva aristocracia” (Brandes, aún poco conocido en España, fue el crítico que apoyó a Ibsen, “descubrió” a Nietzsche, y gozó de una notable influencia sobre casi todos los grandes escritores escandinavos, incluida Isak Dinesen). Brandes escribió en su gran obra “Ensayo sobre el radicalismo aristocrático”: “Porque sólo una cosa es necesaria: dotar de estilo a nuestro carácter”.
Georg Brandes había reiterado la exhortación de Nietzsche en pro de una “nueva nobleza”, una clase de personas que han aprendido a conocer la vida a través de la acción y que por ello saben que hacer con la historia. Fue esta “clase” la que Karen admiró siempre cuando se la encontró en la vida real, la que le proporcionó los protagonistas de sus obras y la que lamentó en sus últimos años que hubiera prácticamente desaparecido en Dinamarca.
Fue Brandes quien dio la definición nietzscheana de la “verdadera nobleza” como “la capacidad del hombre para responder de sí mismo y asumir responsabilidades”. Concepto que, resumido, figuraría igualmente en la divisa de la familia Finch-Hatton: “Je responderay”.
Vivir con gallardía y saber morir, principio y final de ese “gran juego” que sería la vida. Carácter de juego que halla su forma más pura en el “gran gesto”. Se plantea una tarea que entraña enormes riesgos y se lleva a cabo como si no implicase el menor esfuerzo. Se exige un gran precio, y se paga otro aun mayor como si nada. La esencia de todos los “grandes gestos” está en burlarse de la necesidad, económica, biológica o narrativa. El gesto desafía el impulso burgués de valorar toda experiencia en términos prácticos, por su valor de mercado. La propia supervivencia, la más básica de las necesidades, es la que tiene el precio más alto, y en consecuencia los gestos más grandes se relacionan con ese exquisito “savoir-mourir” que tan profundamente admiró Karen von Blixen-Finecke (“Isak Dinesen”, Judith Thurman).

Palma. Ca’n Pastilla a 3 de Noviembre del 2015.






sábado, 7 de noviembre de 2015

La Política y la Ley

He mantenido pública y reiteradamente, que los problemas políticos hay que resolverlos políticamente, y que desviarlos casi de forma automática al terreno judicial es un error o, mejor, una muestra de la incapacidad de algunos políticos. Así que: Política, mucha mano izquierda y finura. A Giulio Andreotti le preguntaron, allá por los inicios de la Transición, cual era su opinión sobre la política española, y contestó: “Manca finezza”. Lafinezza no como simple astucia política, sino como una mezcla de disposición al intercambio y de capacidad estratégica. De manera que Política de la buena sí, pero también y siempre respeto a la Ley. Desde las últimas elecciones municipales, se han escuchado a algunas autoridades institucionales, hablar de no respetar las leyes por inadecuadas o por injustas. Y hoy asistimos a una escalada de este despropósito. Las leyes están ahí para cumplirlas todas, también las máximas de nuestro ordenamiento jurídico-político: la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Si hay algo de inadecuado, desfasado o injusto en ellas, hay que modificarlas o abolirlas, de acuerdo con los trámites democráticos que las mismas leyes señalan, pero mientras dura el trámite de la revisión o abolición, hay que observarlas al dedillo.
Anoche leía un artículo del gran Claudio Magri en el Corriere della Sera del 13 de Mayo del 2002: “Razones de la ley y razones del corazón”. En el mismo decía, entre otras cosas interesantísimas, que la ley, hemos oído repetir, “no puede contener toda la vida, sus infinitos pliegues y sus inextricables complicaciones, sus decisiones trágicas y sus dilemas”. Y todo esto es verdad, es más, es obvio. Si Pascal decía que la razón no conoce todas las razones del corazón, tampoco el código civil ni el penal, pueden albergar la pretensión de conocer y clasificar todos los matices del alma y sus enredos. Lo primero que hace de un hombre un hombre, lo que le infunde la capacidad de discernir entre el bien y el mal, de vivir libremente su relación con los demás, consigo mismo, no es la observación de una ley, humana o religiosa. La vida de un individuo – su pasión, su miedo, su fuerza de amar o su aridez, los dioses que venera o los fantasmas que le persiguen – fluye más acá o más allá de toda ley.
Política
Pero todo esto, que es muy cierto, no le quita valor alguno a la ley. A diferencia de quien hace alarde de las profundas razones del corazón, pensando en realidad que existe sólo su corazón, la ley parte de un conocimiento más profundo del corazón humano, porque sabe que existen muchos corazones, cada uno de ellos con sus insondables misterios y sus apasionantes tinieblas, y que, justamente por eso, sólo unas normas precisas, que tutelen a todos y cada uno, permiten a cada individuo en particular vivir su vida irrepetible, cultivar sus dioses y demonios, sin que le oprima ni se lo impida la violencia de otros individuos, presos como él de inextricables complicaciones del corazón, pero más fuertes o poderosos que él. La ley es como la democracia: es un valor frío, una regla que no penetra en el misterio de la vida, pero que le permite a cada uno vivir su propio misterio, su propia pasión, su propio delirio.
La razón – y la ley – albergan a menudo más fantasía que el corazón, capaz sólo de sentir sus propias “inextricables complicaciones” e incapaz de imaginar que existan también las de los demás. El legislador que no deja impune la corrupción en las contratas públicas, es un artista que sabe imaginar la realidad, porque en esa corrupción no ve únicamente la abstracta violación de una norma, sino también, por ejemplo, los deficientes equipos de los que – a causa de esa corrupción – se dota un hospital, en lugar de los equipos más eficientes, con los que habría contado de haber sido correcta la adjudicación de la contrata.
La democracia es poética, está llena de fantasía, porque nos hace sentir que existen individuos que no veremos nunca, y de los que no nos importa nada, pero que tienen los mismos derechos a vagabundear, a soñar y delirar. Quien sólo sabe ver la inmediatez, no ve nada; quien sólo ve árboles delante de él, y no es capaz de pensar el bosque, no sabe lo que son esos árboles, que quizá se hace la ilusión de conocer bien (véase para esto, las dos entradas en mi Blog “El encinar huye de mis ojos”: http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Encinar%20huye%20de%20mis%20ojos%20%28I%29).
Debilitar la ley o ignorarla, en nombre del espontáneo proceso de la vida, que en todos los ámbitos – individual, político, económico, social – encontraría la mejor forma de proceder, sólo significa dejar a los débiles a merced de los fuertes, allanar el camino a la violencia y a la injusticia, abandonar la realidad al arbitrio del más poderoso. La creciente complejidad y la escala cada vez más amplia, de los fenómenos y las relaciones político-social-económicas, hacen todavía más necesario el control del derecho, y un Estado que garantice la eficacia de ese control en defensa de los más débiles, para la tutela del ambiente, para la protección de la vida de todos.
Ley
Otro sofisma, continuamente repetido, es el que hace referencia a que la ley tendría que adecuarse al sentimiento común, y conformarse a la “evolución de la realidad”; término lo suficientemente vago, porque es difícil entender qué es esa realidad a la que tendríamos que conformarnos, como si estuviéramos fuera de ella, mientras que la realidad es el resultado de la continua confrontación en la que cada uno, concurriendo a formarla, afirma sus propios valores. Según ese sofisma, haría falta castigar menos o dejar de castigar un delito, cuando éste se lleva a cabo a gran escala, se convierte en “costumbre” (“siempre se ha hecho así”) o responde al “sentimiento de la mayoría”. Cuando es todo lo contrario: cuanto más se difunde un delito, tanta más falta hace perseguirlo para tutelar a los ciudadanos, y esto vale para el robo, la corrupción, la violencia de cualquier tipo, la instigación al odio racial, y el abuso de poder por parte de órganos del Estado.
La ley ciertamente no agota las exigencias de la conciencia, pero constituye también un intento de insertarlas concretamente en la realidad. Sus razones son distintas de las del corazón, pero no necesariamente sus enemigas. Sabemos perfectamente que los bizantinismos jurídicos, pueden favorecer las peores injusticias. Pero también el formalismo aparentemente más árido, puede acudir en auxilio del corazón.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Noviembre del 2015.

martes, 3 de noviembre de 2015

Bernstein-Kautsky. La gran controversia (II)

Hasta el momento en que Bernstein lanzó su desafío, tanto Liebknecht como Bebel (por entonces los líderes del Partido Socialdemócrata) se iban desplazando rápidamente hacia la derecha. Después el desafío, hizo que volvieran a reafirmar enérgicamente sus creencias marxistas básicas; pero cuando el revisionismo fue derrotado, reanudaron de nuevo su interrumpido movimiento hacia la derecha.
Como adelanté en la entrada anterior, Bernstein inició su ataque revisionista con una serie de artículos titulada “Problemas del socialismo”, que fue publicada en 1896 en el Neue Zeit (el periódico de Kautsky). En el primero de los mismos, “Utopismo y eclecticismo”, acusaba al partido de ser “utópico”, porque se permitía estar dominado, por la idea de un futuro salto repentino del capitalismo al socialismo. Y esto era “suponer milagros sin creer en ellos”. En los artículos sucesivos, combatió sobre todo la idea de que la sociedad capitalista estaba a punto de derrumbarse, que estaba cerca de la “crisis final”. No negaba que esta creencia tenía su fundamento en las enseñanzas de Marx, pero sostenía que Marx se había equivocado. Porque si no debía haber un derrumbamiento rápido de la sociedad capitalista ¿qué iba a ser de la política aceptada por la socialdemocracia, de aplazar toda reforma constructiva para después de “la revolución”? ¿Se creía que los trabajadores debían esperar por tiempo indefinido, sin reclamar reformas que pudieran obtenerse dentro del sistema y Estado capitalista? Y fue con motivo de esto, que Bernstein escribió la famosa sentencia en la que declaró que para él, el “movimiento” lo era todo, y lo que usualmente se llamaba “el objetivo final del socialismo”, nada. “Nunca he tenido demasiado interés – escribía – en el futuro aparte de los principios generales: no he podido concebir con detalle una imagen de lo que sucederá. Mis pensamientos y mis esfuerzos, se dedican a los deberes presentes y al futuro inmediato”.
En su imprescindible obra “Socialismo evolucionista”, Bernstein sostenía que el socialismo vendría, no como un sistema construido por los socialistas, al día siguiente de haber conquistado el poder, sino como una acumulación de pequeños cambios, que serían producidos por la acción social dentro de los límites establecidos, por las necesidades mismas del desarrollo económico. No habría una transición repentina de la sociedad capitalista a la socialista, sino más bien una transformación gradual de la una en la otra; y sería imposible decir que el gran cambio, hubiese ocurrido en un momento determinado de este proceso evolutivo.
Esto era precisamente lo que los fabianos, sobre todo Sidney Webb, habían estado diciendo durante más de doce años, antes de que Bernstein escribiera su primer artículo. La filosofía fabiana de la historia, era apenas menos determinista que la de Marx, en relación con el curso general de la evolución social, y apenas menos económica, en su acentuación de la importancia principal de los factores económicos; pero en donde Marx veía que la historia se producía de una época a otra por saltos repentinos, Webb y su discípulo Bernstein, veían un proceso evolutivo, en el cual eran excepcionales los saltos repentinos, y la regla general era el cambio gradual que se iba acumulando. Para Webb y Bernstein la lucha de clases, aunque no la negaban como hecho, no era el instrumento de cambio verdaderamente importante. Las cosas cambian, porque cambian las condiciones básicas de la vida social, y porque los cambios de estas condiciones, hacen que los hombres, más bien que las clases, adapten sus instituciones para satisfacer las nuevas necesidades.
Bernstein citaba pasajes de Marx, y aun más de Engels, en los cuales se reconocía que fuerzas no económicas, podían ejercer un influjo en el curso de la historia y, asimismo, pasajes en los cuales se afirma que los hombres, mediante su conducta, influyen en la manera y en la rapidez de la adaptación social. Engels admitía en gran proporción la influencia de los factores no económicos, incluyendo las ideas, y estaba de acuerdo en que él y Marx, habían exagerado y simplificado demasiado en las primeras exposiciones de su teoría. Era legítimo, dentro de la escuela marxista, admitir las "ideas" entre las fuerzas secundarias, siempre que se considerase indiscutible, que el curso general de la evolución social, estaba determinado por fuerzas económicas que actuaban manifiestamente en la lucha de clases. Sin embargo, esto era precisamente lo que Bernstein negaba, aunque reconocía la gran importancia de los factores económicos. “El punto del desarrollo económico – sostenía Bernstein – a que ahora se ha llegado, permite a los factores ideológicos, y especialmente a los morales, más campo para la actividad independiente de lo que antes se acostumbraba. Por consiguiente, la interdependencia de causa y efecto entre la evolución técnica y económica, y la evolución de otras tendencias sociales, se está haciendo constantemente más indirecta, y de acuerdo con esto, las necesidades de la primera están perdiendo mucha de su fuerza, para determinar la forma de la última.”
Jean Touchard. Historiador y politólogo
Bernstein lo que hacía era distinguir las concepciones marxistas esenciales, de las que sólo eran secundarias. Y salvar las primeras desechando muchas de las segundas. Para él la teoría de la plusvalía, tal como la expuso Marx, no era necesaria para explicar la explotación y, de hecho, no la explica, y sólo introduce confusión en este punto. Negaba también que la tendencia hacia la concentración capitalista, se produjera de hecho, con la velocidad y fuerza que Marx afirmaba. Tampoco era verdad que la tierra estaba pasando a un número menor de manos; por el contrario, aunque existían excepciones locales, la tendencia general en Europa, caminaba hacia la multiplicación de pequeñas propiedades de aldeanos. Pero quizás, uno de los puntos principales de la disidencia de Bernstein, era el de que la clase media no iba desapareciendo, sino más bien rejuveneciéndose en formas nuevas, con la consecuencia de que la lucha de clases, en lugar de hacerse más aguda, se iba atenuando mediante las clases y grupos intermedios.
Bernstein negaba que el capitalismo mostrase ninguna tendencia, a moverse rápidamente hacía una “crisis final”. Así que, de acuerdo con esto, los que aconsejaban que toda acción constructiva, debía aplazarse hasta después de que la crisis revolucionaria hubiera llevado a los trabajadores al poder, en realidad estaban aconsejando un aplazamiento, no de pocos años, sino de una duración indefinida, y seguramente muy larga. ¿No era mejor considerar que mejoras podrían lograrse, antes de llegar a derrocar al capitalismo, y hacer lo posible para asegurar las mayores concesiones que pudieran alcanzarse, dentro de esta limitada situación? Si tenía razón en sostener que el camino hacia el socialismo, consistía en ganancias fragmentarias, más bien que en una revolución, su argumentación estaría conforme con las mejoras conseguidas por los sindicatos obreros, y por la acción política. De este modo los sindicatos obreros, serían elevados a una situación de colaboración con el partido, como factor de la misma importancia, y ya no serían meros auxiliares. Pero esto, en modo alguno, era una idea que agradara a los líderes ortodoxos, que se inclinaban a sospechar que los sindicatos obreros, deseaban anteponer sus distintos intereses de grupo, por encima de los que eran propios de la clase obrera en su conjunto.
En su libro ya mencionado “Socialismo evolucionista” Bernstein estudia la relación entre socialismo y democracia. Ataca la idea de la “dictadura del proletariado”, como incompatible con los principios democráticos. Opinaba que a la democracia va unida la idea de una justicia social para todos. Y, según esto, implicaba limitaciones al derecho de la mayoría a imponerse a la minoría. Incluso si el proletariado constituyese la mayoría del pueblo, esto no le daría derecho a prescindir de una norma de justicia. La democracia significa la supresión de un gobierno de clase, no la sustitución de una forma de éste por otra.
Todo esto suponía una penetrante crítica del sistema marxista con su marco ricardiano y hegeliano. Bernstein llamó a la dialéctica hegeliana “jerga” y apeló a Kant en contra de ella. “La socialdemocracia – decía – necesitaba de un Kant que juzgase la opinión recibida, y la examinase críticamente con la mayor penetración posible, y él mostraría que su aparente materialismo era el súmmum de la ideología, y le advertiría que el desprecio del ideal, exagerando los factores materiales, hasta convertirlos en fuerzas omnipotentes de la evolución, es engañarse a sí mismo”. Pedía a la socialdemocracia que se emancipase de doctrinas anticuadas, y “que adaptase el pensamiento a lo que ella era en realidad entonces: un partido democrático y socialista de reforma”. Así, de este modo, Bernstein se incluía entre los neokantianos, contra los cuales Lenin, entre otros, habría de lanzar más tarde ataques furiosos.
En sustancia, esta fue la defensa del “revisionismo” que Bernstein presentó al Partido Socialdemócrata Alemán. Difícilmente podía esperar que fuera aceptada, ni siquiera en sus líneas principales, en ninguna asamblea del partido. Pero en todo caso el partido, después de una discusión larga y con frecuencia enconada, decidió no decir nada como tal partido, acerca de las cuestiones que Bernstein había planteado, limitándose a aprobar una moderada censura contra él, por la “manera” como había defendido su opinión. Bebel, que presentó la propuesta oficial, dijo claramente que Bernstein a pesar de sus herejías, no era considerado como un “mal camarada” o como un renegado. Lo cual demuestra hasta que punto, los líderes se dieron cuenta del apoyo que tenía en el partido, no ya el “revisionismo” en su conjunto, sino muchas de las críticas que Bernstein había hecho de la ortodoxia marxista.
Muy pronto fueron apareciendo nuevos líderes en el partido, menos devotos de la tradición marxista que sus antepasados. Y sí el “revisionismo” no consiguió alterar el dogma oficial, sí tuvo una influencia creciente en la manera de actuar del partido, y en el pensamiento práctico de quienes lo iban a dirigir en el futuro.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Septiembre del 2015.