Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

viernes, 25 de septiembre de 2015

La riqueza de ser esto y lo otro

Mis apellidos, hasta donde he podido averiguar, son: Alonso, Sarmiento, Rubio, Porcel, Rubio, Salóm, Rodríguez, Bouché. Por tanto llevo en mis venas sangre de godos o visigodos (el solar más antiguo de los Alonso, con casa solariega en el valle de Valdivieso, Burgos, tiene como tronco a Desiderio, sobrino del Rey godo Wamba, que fundó la casa en dicho valle en el año 672) de viejos castellanos, de canarios, de mallorquines y de franceses. Por un improbable azar, a causa de nuestra guerra civil que lo trastocó todo, nací en Mallorca. Mi esposa es mallorquina de pura cepa, descendiente por todos lados de estirpes isleñas. Mis hijos son mallorquines. Mis yernos, nuera, y sus familias, argentinos, italianos, aragoneses, vascos y catalanes. Tengo cuatro nietas mallorquinas y uno catalán. Hablo y leo castellano, catalán y francés. Y libros en esos idiomas, pueblan mi biblioteca.
Mi tío-abuelo Baltasar Champsaur Sicilia
He sido y soy muchas cosas a los ojos de los otros: para los mallorquines un foraster (cuando no “un puta foraster”) para mis familias castellana y canaria, un catalán-mallorquín. En mis primeros trabajos, para los empresarios era un intelectual/político, y para estos un homme d’affaires. En política, para los de derechas he sido un rojo peligroso, y para los de izquierdas un asqueroso socialdemócrata reformista. Para mis amigos mallorquines soy un jacobino españolista, y para los forasters un puto catalanista. Cada una de estas cosas que se supone que soy, puede que me reduzca ante los ojos de quienes me califican, pero me enriquece ante mí mismo: soy esto y soy lo otro.
Todas esas visiones sobre mi persona, no le quitan ni añaden nada a mi yo único, aunque complejo y contradictorio, siempre en formación, y todavía incompleto. Pero sí agregan algo a mi asombro: la certeza, desde niño, de que las cosas, estas cosas, las cosas de la identidad pueden ser de uno u otro modo y, con mucha mayor probabilidad, pueden simplemente no ser, no haber sido.
Nada me cuesta reconocer, que cuando las marcas de los principios son tan plurales, es más sencillo tener conciencia de la fragilidad de nuestro suelo común o, más justamente, de lo que nos resulta común de nuestro suelo.
Mi abuela Marie Porcel Bouché
Como escribía el otro día Alejandro Katz (editor y ensayista): no juzgo el deseo de unos, ni sus convicciones. Simplemente pienso cuánto queda a la vera del camino del rechazo, cuántas historias, qué parte de la memoria propia, de la memoria familiar, del pasado y del futuro común, podría dejar de ser eso: historia compartida. Quiénes serían esos ciudadanos de un futuro Estado que para inventarse a sí mismo, debe abandonar parte de aquello que ya es.
Ya lo sé, es cierto: ser demasiadas cosas a la vez, puede en ocasiones resultar complicado. Pero es esa complicación la que vuelve al mundo interesante, y la que vuelve interesante nuestro estar en el mundo: ver con distintos ojos, hablar en distintas lenguas, cohabitar con ideologías diferentes, congeniar con distintas etnias (conté hace meses en facebook, como un día en La Bisbal, tuve una bonita charla en catalán, con una niñita marroquí que hablaba árabe con su madre) ser una cosa y ser otra, no una o la otra: la conjunción agrega: catalán y español, castellano y canario, europeo y cosmopolita. La disyunción cancela, suprime, empobrece.
Jamás he sido un revolucionario, porque siempre me han atemorizado esas “revoluciones de un día de fuego, pero setenta años de humo, dificultades, miserias y problemas” a que se refería el otro día Felipe González. Huyo de los esencialismos, de las identidades de hierro, de las naciones con sus fronteras y alambradas, de los paraísos celestiales o terrenales, de los dogmas siempre excluyentes. Me pregunto continuamente, por qué tanta gente querría suprimir de su historia, nuestra historia en común. No encuentro las respuestas, y no puedo menos que angustiarme imaginando esas hogueras, cuyos fuegos destruyen los cuerpos extraños, foráneos, con la ilusión de forjar hasta su máxima dureza el alma de lo idéntico. Sé que el fuego en el que se fraguan las identidades, es el mismo en el que arden las supuestas impurezas, y sé que es el fuego que no deberíamos encender nunca más.
Mi bisabuela Isabel Rodríguez (sentada primera a la izquierda)

Palma. Ca’n Pastilla a 25 de Septiembre del 2015.


jueves, 24 de septiembre de 2015

Héroes de la retirada

Recuerdo, y tomé algunas notas, que hace tiempo Hans Magnus Enzensberger escribió sobre “los héroes de la retirada”. Y ha sido estos días cuando, contemplando el devenir de los acontecimientos en Grecia, y la maniobra, retirada, política de Syriza y Tsipras, he vuelto a recordar y he desempolvado lo que escribió Enzensberger.
Hace ya cierto tiempo que la Historia viene anunciando, el final de aquellos héroes a los que jamás les preocupó otra cosa, que la conquista, el triunfo y la megalomanía. Los escritores lo habían presentido. La literatura se había despedido definitivamente, hace más de un siglo, de aquellas figuras míticas que ella misma había contribuido a crear. La loa soberana y la leyenda heroica pertenecen desde entonces a la prehistoria. La literatura no se ocupa ya desde hace mucho tiempo de Augusto o de Alejando. Del rey Federico y de Napoleón sólo se habla en los sótanos literarios y, por supuesto, menos todavía de los himnos de Hitler y las odas de Stalin, cuya determinante era desde el principio verdadera escoria.
El lugar del héroe clásico han pasado a ocuparlo en las últimas décadas otros protagonistas, en mi opinión más importantes, héroes de un nuevo estilo que no representan el triunfo, la conquista, la victoria, sino la renuncia, la demolición, el desmontaje. Tenemos todos los motivos para ocuparnos de estos especialistas de la negociación, pues nuestro continente necesita de ellos si quiere seguir viviendo.
Fue Clausewitz, el clásico del pensamiento estratégico, el que demostró que la retirada es la operación más difícil de todas. Esto vale también en política. El non plus ultra del arte de lo posible consiste en abandonar una posición insostenible. Pero si la grandeza de un héroe se mide por la dificultad de la misión con que se enfrenta, se deduce de aquí que el esquema heroico no sólo tiene que ser revisado, sino invertido. Cualquier cretino es capaz de arrojar una bomba. Mil veces más difícil es desactivarla.
Hans Magnus Enzensberger
En cualquier caso, para hacer un héroe no bastan la simple habilidad y la competencia. Lo que hace memorable al protagonista es la dimensión moral de su acción. Pero precisamente en este aspecto encuentran los héroes de la retirada una reserva tan masiva como tenaz. La opinión general se mantiene aferrada al esquema tradicional. Reclama, hoy como ayer, al personaje imperturbable y exige una moral política de principios firmes y válidos para todo, y esto significa también, si es necesario, andar sobre cadáveres. Pero precisamente esta claridad inequívoca es lo que no puede ofrecer en ningún caso el héroe de la retirada. Quien abandona las propias posiciones no sólo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo. Semejante paso no puede tener lugar sin una separación de la persona y su papel. El ethos del héroe se halla precisamente en su ambivalencia. El especialista en desmontaje demuestra su valor moral asumiendo esa ambigüedad.
Adolfo Suárez – escribe Enzensberger - secretario general del Movimiento Nacional, se convirtió, tras la muerte de Franco, en primer ministro. En un golpe de mano exactamente planeado desmanteló el régimen, despojó de poder a su propio partido unificado y sacó adelante una Constitución democrática: una operación tan difícil como arriesgada, que Suárez llevó a cabo con arrojo personal y brillantez política. Se trataba no sólo de transformar por completo el aparato político, sino también de disponer al Ejército a no moverse; una purga militar habría conducido a una represión sangrienta y probablemente a una nueva guerra civil.
Los epígonos de la retirada se mueven por impulso ajeno. Obran bajo una presión que viene de abajo y de arriba. El verdadero héroe de la renuncia, en cambio, es él mismo, la fuerza motriz. Mijail Gorbachov fue el iniciador de un proceso, con el que otros después, más o menos voluntariamente, intentaron ir al paso. Él representó -como es ya hoy manifiesto- una figura secular. La dimensión clara de la tarea que se impuso es algo sin precedentes. Se empeñó en desmontar el penúltimo imperio monolítico del siglo XX, sin violencia, sin pánico, sin guerras. Ha tenido que pasar mucho tiempo hasta que el mundo ha empezado a entender su proyecto. La inteligencia superior, la valentía moral y la perspectiva amplia de este hombre, todo ello estaba tan lejos del horizonte de la clase política -en Oriente y en Occidente- que ningún Gobierno se atrevió en su día a tomarle la palabra.
Alexis Tsipras
"Cuando no se puede, no se puede, y además es imposible" dijo Rafael Gómez Ortega "El Gallo" (1882-1960). Y algunos líderes políticos cuando se dan cuenta de ello, a las buenas o a las malas, buscan con inteligencia, en una ordenada retirada, una posición diferente desde la cual, seguir peleando por un mundo algo más humanizado. Reconociendo que no se puede hacer tabula rasa y empezar de nuevo, como si fuera el primer día del mundo. Que la soberanía nacional hace ya tiempo que se ha convertido en una sustancia volátil, útil y controlable sólo en la medida en que se comparte. La ahora denostada Unión Europea se inventó con este motivo. Que no hay forma de acoger a los refugiados debidamente, con los escasos medios de cada unos de los socios europeos, y con unos ridículos medios europeos comunes.
Pero para ser un auténtico líder, un “héroe de la retirada”, hay que dirigir a los tuyos, a la gente, al pueblo, en dirección diferente, e incluso contraria, a la que pretenden llevarte. Y para ello se necesita mucha valentía política, una férrea moral, y una seguridad absoluta en que se está haciendo lo justo, sea cual sea el coste personal y político, que ello te suponga.
¿Tsipras lo ha entendido por fin? ¿Ha entendido que tiene que “retirarse” ya de un Estado ineficiente y clientelar; de una Hacienda Pública inútil y corrupta (me decía ayer David mi hijo: de nada sirve que la U.E. les conmine a subir el IVA, allí nadie paga-cobra con factura); de una Administración del Estado servida sólo por parientes y amiguetes; de unos partidos políticos de estructura familiar, controlados por estirpes del mismo apellido…?
Pues eso.

Palma. Ca’n Pastilla a 22 de Septiembre del 2015.


martes, 15 de septiembre de 2015

Yugoslavia e Italia

En 1980, cuando murió Josep Broz “Tito” (al que por cierto conoció mi padre en Albacete, base de las Milicias Internacionales, durante nuestra guerra civil) a los 87 años, existía realmente la Yugoslavia que él había reconstruido en 1945. La componían unidades separadas dentro de un Estado federal, en cuya presidencia había representantes de las seis repúblicas y, también, de dos regiones autónomas pertenecientes a Serbia. El pasado de cada una de las unidades había sido diferente. Eslovenia y Croacia, en el norte, eran mayoritariamente católicas y, en su día, habían formado parte del Imperio Austrohúngaro, al igual que Bosnia. La parte meridional del país (Serbia, Macedonia, Montenegro y Bosnia) había estado durante siglos, bajo el dominio de los turcos otomanos, lo cual explica que, además de serbios, mayoritariamente ortodoxos, hubiera un gran número de musulmanes.
Pero esas diferencias históricas, se habían ido atenuando en las décadas posteriores. Las transformaciones económicas habían puesto en contacto, a aisladas poblaciones rurales con ciudades importantes; y esas mismas transformaciones habían acelerado una integración, que pasó por encima de antiguas fronteras sociales y étnicas. Entre la generación que surgió en la postguerra, se alentó la identidad yugoslava, en lugar de la croata o macedónica; y muchos, especialmente las persona jóvenes, las de mayor formación y los habitantes de las ciudades, cada vez más numerosos, habían adoptado esa costumbre. A los intelectuales jóvenes de Liubliana o Zagreb, ya no les interesaba mucho la heroica o turbulenta historia de sus antepasados étnicos. En 1981, en la cosmopolita Sarajevo, el 20% de la población se consideraba “yugoslava”.
Yugoslavia
Mientras que la manía que seguían teniendo los serbios a los albaneses, se alimentaba de la proximidad y la inseguridad, en el extremo norte de Yugoslavia, la creciente aversión hacia los sureños, no se basaba en el punto de vista étnico, ni en la nacionalidad, sino en la economía. En Yugoslavia ocurría como en Italia, el norte, más próspero, era cada vez más hostil hacia los empobrecidos habitantes del sur, “mantenidos” – según se propalaba – con transferencias y subvenciones de sus más productivos conciudadanos. En Yugoslavia, el contraste entre la riqueza y la pobreza, se estaba haciendo cada vez más acusado, y tenía un peligroso correlato geográfico.
Eslovenia y en menor medida Croacia, ya estaban al mismo nivel que los países menos prósperos de la Comunidad Económica Europea, mientras que Kosovo, Macedonia y la Serbia rural, se parecían más a ciertas partes de África o Latinoamérica. De este modo, si los eslovenos y los croatas estaban cada vez más intranquilos, dentro de la patria común yugoslava, no era por la reaparición de arraigados sentimientos religiosos o lingüísticos, ni por un resurgimiento del particularismo étnico. Era porque estaban empezando a creer que le iría mejor, si se ocupaban de sus propios asuntos, sin tener en cuenta las necesidades e intereses de los yugoslavos del sur, que no estaba a la altura de las circunstancias.
Milosevic
Los errores económicos se estaban cometiendo en la capital Belgrado, pero sus consecuencias se sufrían sobre todo en Zagreb y Liubliana, y allí era donde peor sentaban. Muchos croatas y eslovenos, comunistas o no, creían que su situación mejoraría si tomaban sus propias decisiones, libres de la corrupción y el nepotismo, de los círculos gobernantes de la capital federal. Y estos sentimientos se acentuaron con el miedo creciente, a que el reducido grupo de aparatchiks que rodeaba a Slobodan Milosevic, el hasta entonces desconocido presidente de la Liga de los Comunistas de su Serbia natal, tratara de hacerse con el poder, en medio del vacío político posterior a la muerte de Tito, suscitando y manipulando los sentimientos nacionales serbios.
En sí mismo, el comportamiento de Milosevic no era inusual entre los líderes comunistas de esos años. En la República Democrática Alemana, los comunistas trataron de congraciarse con las masas, aludiendo a las glorias de la Prusia del s.XVIII; y el “comunismo nacional” ya llevaba algunos años a la vista, en las vecinas Bulgaria y Rumanía. En la época de Gorbachov, cuando la legitimidad ideológica del comunismo y su papel preponderante estaban en pleno declive, el patriotismo ofrecía una forma alternativa de garantizar el control del poder. Y en efecto el nacionalismo, fue la manera que tuvo Milosevic, para afianzar su control sobre Serbia. Y en marzo de 1989, comenzó a derribar el cuidadosamente calculado equilibrio de influencias, entre las diversas repúblicas que componían Yugoslavia. Desde la perspectiva de Eslovenia y Croacia, como ya no podían confiar en mejorar o mantener su situación, dentro del sistema federal, crecientemente disfuncional, su única esperanza, pensaron, era distanciarse de Belgrado, declarando su total independencia. De lo que sucedió en los años siguientes, todos nos acordamos por haberlo vivido.

Italia
Italia a partir de 1970, cumpliendo de forma tardía una provisión de la Constitución postbélica, se dividió en 15 regiones y cinco provincias autónomas que, en líneas generales, no eran sino una ficción administrativa. Las disidencias regionales, siendo verdad que no habían desaparecido del todo, sí estaban muy amortiguadas. Pero la nueva división artificial, recordó a los italianos la existencia de una brecha fundamental y perenne, entre el próspero norte y el dependiente sur, el mezzogiorno, dando expresión política, a los resentimientos que provocaba dicha brecha. Y la consecuencia fue la aparición de algo completamente nuevo, al menos en el ámbito italiano: el “separatismo de los prósperos”.
Durante la década de 1980 surgió una nueva alianza política, la Alianza Lombarda, más tarde Liga Norte o Lega Nord, para capitalizar la generalizada creencia de que el “sur”, llevaba demasiado tiempo aprovechándose de la riqueza septentrional. La solución, según Umberto Bossi, carismático fundador de la Lega, radicaba en arrancar a Roma sus competencias fiscales, separarse del resto del país, lograr la independencia de Lombardía y sus vecinos, y dejar que todos los demás, unos “parásitos”, se las arreglaran solos.
Bossi
En las elecciones nacionales de los años noventa, la Liga Norte consiguió ganar suficientes votos en Lombardía y el Véneto, como para introducirse en coaliciones de gobierno conservadoras. Sin embargo, irónicamente, la presencia en el poder de la Liga, dependía de su alianza con el movimiento Forza Italia de Silvio Berlusconi, y con los ex fascistas de Alianza Nacional de Gianfranco Fini que, en ambos casos, sobre todo en el segundo, dependían precisamente del apoyo de los votantes pobres y subvencionados del mezzogiorno, a los que tanto despreciaba la Liga. En consecuencia, a pesar de estas antipatías mutuas, y de las ilusiones de los partidarios más temerarios de Bossi, nunca hubo realmente peligro de que Italia se fragmentara.

Yugoslavia e Italia, “motivos” iguales pero Historias diferentes. Porque, como se demuestra una vez más, al final la Historia la escribimos los hombres, con nuestra inteligencia o falta de ella, pero raramente sólo con nuestras emociones.

Palma. Ca’n Pastilla a 4 de Septiembre del 2015.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Del por qué se dividió Checoslovaquia

“Nada en la vida de la Unión Soviética fue tan característico como el hecho de abandonarla”, escribe Tony Judt en su libro “Postguerra”. (Por cierto, la única obra de Historia Contemporánea que conozco, en la cual la historia de las naciones de la Europa Oriental, ocupa el mismo espacio que la de las Occidentales). Y lo mismo, en gran medida, podríamos afirmar de la ruptura de Checoslovaquia, del “divorcio de terciopelo” de eslovacos y checos, pacífica y amigablemente consumado el 1 de Enero de 1993. A primera vista, podría parecernos un ejemplo de manual de cómo los sentimientos étnicos, ocuparon el vacío creado por la desaparición del comunismo: el “retorno de la historia” en forma de renacimiento nacional. Pero si observamos con más atención, la división de Checoslovaquia pone de manifiesto una vez más, las limitaciones de ese tipo de interpretaciones.
Está claro que no faltaba “historia” a la que remitirse. Los checos y los eslovacos habían tenido pasados notablemente diferentes. Bohemia y Moravia – los territorios históricos checos – no sólo podían presumir de un destacado pasado medieval y renacentista, sino que también habían tenido un papel primordial en la industrialización de la Europa central. Y en 1914, Praga – una de las joyas estéticas del continente – era un importante centro del modernismo artístico y literario.
Václav Havel

Los eslovacos, por el contrario, tenían poco de que presumir. Gobernados durante siglos desde Budapest, carecían de una historia nacional propia. No era casual que la ciudad más populosa de la zona, situada a pocos kilómetros al este de Viena, se conociera a veces como Presburgo (para los austriacos germano parlantes) y otras como Pozsony (para los húngaros). Sólo con la independencia de Checoslovaquia en 1918, se convertiría en la segunda ciudad del nuevo Estado, con el nombre de Bratislava.
En los primeros años del estalinismo, la acusación de ser un “nacionalista eslovaco burgués” era muy corriente. Pero, con el tiempo, los comunistas de Checoslovaquia, como los de otros lugares, llegaron a comprender las ventajas que tenía fomentar un cierto grado de sentimiento nacional. Los reformistas de 1968 (muchos de ellos eslovacos) haciéndose eco del aumento de dicho sentimiento en Bratislava, propusieron una nueva Constitución federal, que diera cabida a dos repúblicas distintas. Y de todas las innovaciones importantes, debatidas o puestas en marcha durante la Primavera de Praga, esta fue la única que sobrevivió a la “normalización” posterior. El retraso de Eslovaquia ahora obraba a su favor. Con menos coches y televisiones y peores comunicaciones, los eslovacos parecían menos vulnerables a la influencia extranjera, que los disidentes asentados en Praga, que tenían acceso a medios de comunicación extranjeros. En consecuencia, sufrieron mucho menos durante la represión y las purgas de los años setenta. Ahora eran los checos, los que se llevaban la peor parte del desdén de las autoridades.
Checoslovaquia

Si tenemos en cuenta esta historia, la ruptura de Checoslovaquia después de 1989 podría parecer, si no algo cantado, sí al menos, un resultado lógico de décadas de mutua animadversión que, reprimidas y explotadas por el comunismo, no había sido olvidada. Pero no fue así. Todas las encuestas mostraban que la mayoría de los checos y los eslovacos, eran partidarios de mantener algún tipo de Estado checoslovaco común. Y tampoco la clase política estaba profundamente dividida al respecto: en términos generales, tanto en Praga como en Bratislava, estaban de acuerdo en que al final, la nueva Checoslovaquia sería una federación. Y el nuevo presidente Václav Havel, creía con firmeza en mantener a checos y eslovacos en el mismo país.
La escasa relevancia inicial de la cuestión “nacional”, se puede apreciar en el resultado de las primeras elecciones libres de junio de 1990. En Bohemia y Moravia el “Foro Cívico” de Havel logró la mitad de los votos; y en Eslovaquia el partido hermano del “Foro Cívico”, “Público contra la Violencia” fue el más votado, y el “Partido Nacional Eslovaco” sólo obtuvo el 11%, o sea que menos de uno de cada siete electores eslovacos, optó por la única formación política, partidaria de dividir el país en dos partes distintas.
Václav Klaus
Pero a partir de 1991 el “Foro Cívico” comenzó a desintegrarse. Lo que había sido una alianza basada en un enemigo común (el comunismo) y un líder popular (Havel), ya no tenía ni lo uno ni lo otro: el comunismo había desaparecido, y Havel era el presidente de la República, supuestamente por encima de las disputas políticas. Ahora las diferencias entre antiguos colegas salían a la palestra, y los doctrinarios partidarios del libre mercado, dirigidos por el ministro de Hacienda Václav Klaus (que se proclamaba thatcheriano) tenían cada vez más influencia. En abril de 1991, después de que el Parlamento aprobará una amplia ley de privatizaciones de empresas públicas, el “Foro Cívico” se escindió, y la facción de Klaus (la mayoritaria) se convirtió en el “Partido Democrático Cívico”.
Klaus estaba decidido a conducir rápidamente al país por la senda del “capitalismo”. Pero mientras que en las tierras checas, ese objetivo sí contaba con apoyos reales, no era así en Eslovaquia, que dependía mucho más del empleo que proporcionaban fábricas, minas y acererías estatales, deficitarias y desfasadas. Para muchos círculos empresariales y políticos de Praga, Eslovaquia era una pesada herencia.
Entre tanto el eslovaco “Público contra la Violencia” también se desunió, por razones análogas. Uno de sus líderes destacado era ahora Vladímir Meciar, un ex boxeador que había demostrado más maña que sus colegas, para esquivar los escollos de la política democrática. Pero que al no tener la mayoría del partido, lo abandonó y fundó el “Movimiento para una Eslovaquia Democrática”, desde el cual enarboló la bandera del nacionalismo eslovaco, un tema por el que hasta entonces, no había demostrado mucho interés.
Encumbrado por esa retórica y por su chabacano, pero carismático comportamiento público, Meciar llevó a su nuevo partido a una victoria en las elecciones federales de junio de 1992, en las que logró casi el 40% de los sufragios en Eslovaquia. Entre tanto en las regiones checas, el nuevo “Partido Democrático Cívico” de Václav Klaus, también salió victorioso. Las dos regiones de la República Federal, ya estaban en manos de hombres que, por razones diferentes pero complementarias, no lamentarían la división del país. Ahora, únicamente el presidente federal, Havel, representaba, en términos constitucionales y con su propia persona, el ideal de una Checoslovaquia unida y federal. Pero Václav Havel ya no tenía el favor popular de antes y, en consecuencia, ya no era tan influyente como lo había sido menos de dos años atrás.
Ambos (Klaus y Meciar) que ahora eran los dos políticos más poderosos de sus respectivas regiones, se pasaron las semanas siguientes, supuestamente negociando los términos del tratado de constitución, de una Checoslovaquia federal. Parece muy improbable que hubieran podido llegar a un acuerdo. Pero es que, de hecho, las reuniones que mantuvieron durante junio y julio de 1992, no fueron realmente negociaciones: Klaus se hacia el sorprendido y el disgustado, ante las exigencias de Meciar; pero en realidad, era Klaus, y no al revés, el que estaba manejando al líder eslovaco, para llegar a un punto de ruptura.
Vladímir Meciar
Los ciudadanos checos y eslovacos, sin apenas darse cuenta, se vieron pronto ante la tesitura, de aceptar un hecho consumado. Al estancarse las negociaciones, Klaus les decía realmente a sus interlocutores: como parece que somos incapaces de llegar a un acuerdo, quizás podríamos abandonar estos infructuosos esfuerzos, e ir cada uno por nuestro lado. Los eslovacos ante la aparente realización de sus propios deseos, cayeron en la trampa del asentimiento, en muchos casos aun sabiendo que era un error.
En consecuencia, el 17 de julio de 1992, el Consejo Nacional Eslovaco adoptó una nueva bandera, una nueva constitución y un nuevo nombre: República Eslovaca. Checoslovaquia desapareció y sus dos repúblicas se convirtieron en Estados independientes, con Klaus y Meciar como primeros ministros. Václav Havel, cuyos esfuerzos por mantener unido al país, habían sido cada vez más desesperados, dejó de ser presidente de Checoslovaquia, y se reencarnó en presidente de la recortada República Checa (pero ojo, la división política resultó más fácil que la económica: hasta 1999, siete años después, no se llegó a un acuerdo definitivo para dividir los bienes federales).
Durante mucho tiempo no se supo si el divorcio había sido bueno para los dos socios: a lo largo de la primera década postcomunista, ni la República Checa ni Eslovaquia fueron países boyantes. Tanto la “terapia de choque” de Klaus, como el “nacionalcomunismo” de Meciar, fracasaron, aunque de distinta manera. El divorcio checoslovaco fue un proceso manipulado, en el que la derecha checa consiguió lo que decía no haber buscado, y los populistas eslovacos lograron bastante más de lo que pretendían; el resultado no entusiasmó a casi nadie.
La división de Checoslovaquia fue producto del azar y de las circunstancias. Pero también fue una obra humana. Si el control hubiera estado en manos de otras personas, y si los resultados de las elecciones de 1990 y 1992 hubieran sido diferentes, la historia no habría sido la misma. Si en 1992 se hubiera consensuado la constitución de un Estado federal, si Checoslovaquia hubiera durado unos años más, es muy poco probable que en Praga o Bratislava, hubiera habido nadie con razones para continuar sus peleas: las perspectivas de admisión en la Unión Europea, habrían centrado la atención de todos.
Pero en Historia no existe la moviola, que le vamos a hacer.

Palma. Ca’n Pastilla a 3 de Septiembre del 2015.