Leyendo a G.E. Moore

Leyendo a G.E. Moore
Ca'n Pastilla 27 Marzo 2016

miércoles, 30 de diciembre de 2015

¿Una nueva generación?

Escuchando los debates durante la pasada campaña electoral, y analizando los datos del 20D, me he venido preguntado ¿de verdad una “nueva generación” ha llegado, y los viejos podemos ya retirarnos a descansar tranquilamente? PP y PSOE, después de todo, parecen haber aguantado la embestida. Las parábolas de Podemos y Ciudadanos, muestran que en una sociedad compleja y estructurada como la española, los intentos de archivar a la derecha y la izquierda, la ilusión de representar todos los intereses bajo un mismo techo, tiene sus limitaciones. Definirse más allá de la política tradicional puede gustar por un momento en una sociedad angustiada, pero a la larga puede generar sospechas. Es posible que el juguete de la anti-política funcione mientras sea monopolio de una sola fuerza. En el instante en que deja de serlo, las preguntas básicas de la política vuelven a acechar: ¿Cuál es el proyecto de los jóvenes de hoy si lo tienen? ¿A quién va a favorecer? ¿De qué manera? ¿Más allá de diferencias entendibles, hay un marco más amplio, que se pueda entender como “proyecto de una nueva generación"? Como diría en su tiempo Ortega, también estoy viendo yo estos días, demasiadas prisas para “construir la historia a la imagen de cada uno”. Y retazos de proyectos marcados por elementos de mentalidad localista o sectaria, en la medida en que se proclama a la cosmovisión de cada uno, como el centro de una conciencia esclarecida. A diario se entregan algunos, a una despiadada dialéctica de “arcaísmo” e “innovación”, ninguna de cuyas categorías valorativas describe en rigor, las corrientes más profundas de fuerza creadora, en un momento y lugar determinados. El “nivel real” en que se mueve siempre la historia, no es ni arcaico ni completamente innovador, sino más bien un sutil punto y contrapunto, entre la tradición y la modernización, tal y como se interactúan en el presente.
¿Nueva generación?
Cuando me jubilé en el 2007, no experimenté ni la más mínima sensación de que mi tiempo ya había pasado. Al contrario, sentí un gran júbilo por disponer de más tiempo para poder seguir actuando en presente, en los diversos ámbitos de mis pasiones: montaña, política, estudios de la historia y de la filosofía… Cuatro años después, en 2011, cuando el famoso 15M, si creí que podía estar acabándose mi tiempo, mi mundo: parecía que una “nueva generación” emergía con fuerza e ideas rompedoras, capaz de arrinconar el viejo mundo de sus mayores, el mío. Aquello me produjo emociones contradictorias. Por una parte tristes, por el arrinconamiento de ideas e instituciones muy queridas para mí: la Constitución, el PSOE, la democracia tal como yo la entendía, como la entiendo, representativa y deliberativa en las Cortes, enfocada a buscar consensos (todo aquello de la democracia directa en las plazas, de las votaciones masivas en las redes al estilo plebiscitos, de un Sí o un No sin matices… reconozco que me superaba un poco). Pero por otra parte, veía en ello una cierta “naturalidad histórica”. Una “nueva generación” sustituía a la antigua, un nuevo mundo al viejo. El testigo pasaba a nuestros hijos, librándonos así, en cierto modo, de la responsabilidad de seguir gestionando un mundo, que cada vez se nos hacía más complejo y difícil de entender. Al fin y al cabo, eso era lo que habíamos hecho nosotros, la “Generación del 68”: irrumpir en el mundo para cambiar sus costumbres, sus hábitos culturales, sus instituciones. Tuvimos la fortuna de asistir en primera fila a la historia de España, cuando comenzaba a madurar un tiempo nuevo. Tuvimos el privilegio de asistir a la aurora de una idea de país. Vivimos un descubrimiento político, que se realizó no ya ante nosotros, sino con nosotros. Y no todos los instantes de un país son el mismo. Nunca podré olvidar la vitalidad y la esperanza con que vivimos esos años, con las que asistimos a la aurora de una España nueva. Pero para un historiador como yo, como he dicho, todo aquello del 15M parecía acoplarse al fluir “normal” de la historia, en el que una “generación” reemplaza a la anterior.
Para que se me entienda bien, debo precisar que manejo el concepto de “generación” en el sentido en que lo presentó Karl Mannheim en 1928. Y como lo entendieron Ortega y Gasset (“El tema de nuestro tiempo”, “En torno a Galileo” y “El hombre y la gente”) y Julián Marías (“El método histórico de las generaciones”). No como un concepto simplemente enmarcado por la edad, si no por “acontecimientos generacionales”, es decir, por hechos que marcaron la juventud y que tendrían una influencia el resto de la vida.
Enfocar la moderna historia cultural, intelectual y política española, bajo el concepto de “generación”, no es algo nuevo. Los escritores reformistas del fin de siècle, fueron agrupados bajo la denominación de “Generación del 98”, Ortega y sus contemporáneos se autodenominaron “Generación del 14”, los grandes poetas españoles de antes de la II República, se conocieron colectivamente, como “Generación del 27”… Soy consciente de que, como recurso metodológico, la acotación de diferentes generaciones resulta algo artificial, ya que ninguna minoría se encuentra tan nítidamente separada del pasado, como con frecuencia tiende a imaginarse. El peligro a la hora de determinar de manera precisa, los límites de grupos generacionales, es similar al que nos encontramos los historiadores, cuando intentamos delimitar una época, un movimiento, una corriente intelectual o, incluso, las fronteras de un acontecimiento del pasado. Y aun más peligroso es el frecuente descuido que cometen, en cuanto a la periodización histórica, escritores e intelectuales, deseosos de acentuar la novedad de su mensaje, afirmando que cada nueva generación representa, y al mismo tiempo crea, una nueva realidad. Es el debate en el que he entrado con frecuencia, de lo “nuevo” y lo “viejo” (ver http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Pol%C3%ADtica%20Vieja%20y%20Nueva).
En muchas sociedades, especialmente europeas, las percepciones de los cambios extraordinarios y rápidos, han sido ligadas a una gran preocupación por las diferencias generacionales. La discontinuidad, en lo referente a las experiencias respectivas de padres e hijos, han estado a la orden del día. La teoría de Freud del complejo de Edipo, es sólo uno de los signos de la muy extendida convicción de que, para alcanzar su madurez, los jóvenes debían “matar al padre”, alzarse contra ellos (los de abajo contra los de arriba, acabar con el Régimen del 78, lo nuevo contra lo viejo…). La descripción que hace sir James Frazer en “La rama dorada”, de la muerte del rey como rito de regeneración social, encuadraría el tema dentro de un marco más amplio, referido a los modelos humanos que han perdido su vigencia. En la idea de revolución contra el mundo de los padres, va implícito un sentimiento de disconformidad con el pasado, entendido como un cúmulo de ideas y costumbres heredadas. Escritores, filósofos, artistas y críticos, han compartido la arrolladora idea de que la “modernidad”, sólo se alcanzará tras una revisión radical, e incluso un rechazo, de la “tradición” (término lingüístico de problemáticas acepciones semánticas). Pero el sentido de estos términos generacionales ha sido siempre relativo, ya que los hijos del momento, serán los padres de la siguiente generación.
Mucho de este concepto generacional, a mi parecer, estuvo en la gestación en España hace cuatro años, del masivo e ilusionante “15M”. Miles de jóvenes sintieron que les arrastraba una corriente que no podían controlar, una tormenta que iba a producir grandes cambios históricos. Gran parte de la sensación de que el cambio radical que se avecinaba, constituía una “revolución”, surgía de la retórica de la rebelión generacional y del culto a la juventud, algo nada nuevo, pues ya había aflorado en Europa antes de 1914, y se había reproducido en los años 60, en las famosas revoluciones estudiantiles (en las cuales yo ya estuve). El término “los jóvenes” lo utilizamos, ya entonces,
para referirnos a todos aquellos que, independientemente de la edad, compartíamos el espíritu de oposición al viejo orden cultural, social y político. El intento de invocar una “nueva generación”, que podía ayudar a establecer el Zeitgeist, el espíritu de los tiempos, ya lo habían utilizado pasados personajes europeos: Charles Maurras, Barrès, D’Annunzio, Knut Hamsun, Ortega, Unamuno, Charles Péguy, Valéry, Croce, Giovanni Papini, Karl Mannheim… Y aunque las diferencias en lo concerniente a sus experiencias, son quizá tan grandes como sus semejanzas, puede apreciarse en todos ellos el deseo común de reunir a los jóvenes, alrededor de sus respectivas causas e ideales. Propósito que apunta a su creencia de que debían construir un nuevo mundo, frente al de las generaciones precedentes.
En un periodo otra vez atento al tiempo histórico, algunos de los líderes del 15M, parecieron entender su presencia en el escenario de la historia, como un reto que los distinguiría de los que les precedieron y de quienes les seguirían. La amplia corriente del pensamiento historicista, que hace que en esos días se incida en la tesis, de que cada persona contribuye de forma única a la historia de la humanidad, no dista mucho de la premisa de que cada generación debe hacer algo “único”. El distinguir su propia voz (o la voz colectiva de una generación) de la de los demás, se convirtió en una especie de imperativo para ellos. La pertenencia a ese movimiento, seguramente proporcionaba a sus componentes un contexto formativo. Pero pronto pareció que la vanguardia más esclarecida del mismo, el “núcleo irradiador” del que hablaba Errejón, empeñado en concretar la tarea de los tiempos, se fue encontrando algo aislada en su conciencia adelantada, al ser, como dijeron en su día los “decembristas”, “una generación sin padres y sin hijos”. A pesar de ello, durante un tiempo pareció que ya estaba dispuesto el escenario, en donde acontecerían crecientes y complicadas luchas entre padres e hijos, dando paso a una crisis de “generatividad” (término que utiliza Erik Erikson, al hablar de la aceptación de la responsabilidad “paterna”, del mundo que cada uno ha hecho) en la vieja generación, y a una búsqueda de identidad en la nueva. A no tardar, todo ello, en una vuelta inesperada al pasado, dio paso a las ya sabidas retóricas de las “vanguardias”, lanzadas hacia “utopías regresivas”, como diría Fernando Enrique Cardoso. Cuanto más virulenta se hacía la propensión a diferenciarse de sus antepasados culturales/políticos, más polémica parecía configurarse la visión de la historia actual de España. La necesidad de ser “modernos”, implicaba una dura rivalidad con aquellos que habían existido antes. En consecuencia retrataron a estos últimos, de forma innecesariamente ofensiva, como más anacrónicos y fuera de lugar (la casta, los de arriba, los viejos…) más sumidos en el pasado y en las tradiciones caducas, de lo que en realidad estaban.
15M
En pocos días tendremos una pléyade de jóvenes, ocupando los escaños del Congreso de los Diputados y, poco después, espero, el puesto de mando en el Gobierno de España. ¿Por fin una “nueva generación” se hace cargo de nuestro país? Pues desgraciadamente tengo mis dudas. Para constituir una “nueva generación” no es suficiente con ser más joven. Para el historiador estadounidense Robert Whol, especialista en Ortega: “Lo que es esencial para la formación de una conciencia generacional, es la existencia de un marco común de referencia, que proporcione un sentimiento de ruptura con el pasado, y que, posteriormente, distinga a los miembros de la generación, de aquellos que les sucedan en el tiempo”. Y Karl Mannheim, citado ya al inicio de este artículo, escribía: “Ni la mera contemporaneidad, ni el ser coetáneos, ni el estatus social, ni la proximidad física, serán, por sí mismas, suficientes: una unidad generacional efectiva, debe recibir una carga catalizadora de su encuentro con los tiempos, de su descubrimiento de un destino o una suerte compartidos. A partir de entonces, sus miembros se ligan estrechamente entre sí, en virtud de una serie de circunstancias, que pueden definirse con bastante exactitud”.
Para constituir una nueva “generación”, que abra un “tiempo nuevo”, es necesario un cierto acuerdo sobre el futuro que se persigue. Pedro Sánchez parece atisbar algo de esto que digo, cuando el pasado día 11 escribía en El País: “Para que el sueño de un dirigente político, por bienintencionado que sea, se haga realidad, para que el sueño de un partido cambie la vida de la gente, tiene que ser un sueño compartido por millones de personas, por una mayoría mucho más amplia que la de sus simpatizantes y votantes”.
Y no olvidemos lo que decía María Zambrano sobre el futuro: “El futuro es algo que sólo existe en función de algo que se espera, de algo que se ansía o que se ama. Cuando hay ante nosotros una cosa que no es poseída, pero que puede serlo, tenemos futuro. Futuro sólo tiene el que hace, el que vive. El presente es el mero ser”.
¿Una “nueva generación” ha tomado en sus manos el destino de España? Los próximos meses nos lo dirán.

Palma. Ca’n Pastilla a 13 de Diciembre del 2015.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Reflexiones a vuelapluma, el día después

Hace poco más de un año, comencé a escribir con cierta asiduidad sobre política en Facebook y en mi Blog. Eran fechas en las que tanto en las redes como en los blogs y en la prensa (en papel y digital) se decían muchas cosas, atizadas por algunas encuestas, que me parecían responder más a ciertas angustias, enfados justificados y potentes deseos, que a un análisis racional, sereno y objetivo, así como a un desconocimiento de la historia, y de lo que en realidad es la política. En esos días se decían cosas como: al PSOE no le queda más que un telediario; quedará tan marginado como el Pasok griego; lo nuevo va a barrer todo lo viejo; esos jóvenes airados, hijos del 15M, van a “asaltar los cielos”; vamos a acabar con la casta y los de arriba… Durante esos muchos meses he analizado situaciones diversas, he recordado la historia y he hecho algunas previsiones. Pues bien, celebradas ya las elecciones “históricas”, hora es de hacer balance de todo aquello en que me equivoqué, y de lo que acerté, al menos de momento.
Me equivoqué:
Al subestimar la capacidad y el apoyo ciudadano a Podemos. Ha obtenido mejores resultados de los que me esperaba ¡Enhorabuena! Ya me lo decían algunos buenos amigos, como Miquel Rayó: “Tranquí Emilio, y no los subvalores tanto”. Así ha sido, se han acercado mucho más de lo que pensaba al PSOE. De momento lo han hecho muy bien. Pero no porque sea un gran triunfo obtener 69 diputados la primera vez que se presentaban. Los socialistas obtuvimos 118 la primera vez en 1977. Era otra época se apresuraran a decirme algunos. Efectivamente eran otros tiempos muy diferentes. Y por eso, porque fue en 2011, cuando entraron los “tiempos nuevos”, tampoco se puede comparar los resultados de ayer del PSOE con los de ese año. Además los mismos números, se pueden contemplar desde diferentes perspectivas. El PSOE ha caído de 110 diputados a 90, cierto. Tanto como que el PSOE ha reducido ahora, la diferencia en escaños con el PP. En 2011 el PP nos sacó 76 escaños de ventaja, ayer sólo 33.
¿La "nueva generación"?
Igualmente no acerté en mi previsión de que I.U. sacaría mejores resultados, de los que les otorgaban las encuestas. Seguramente, en contra de lo que preconizo, me dejé llevar más por mi simpatía y por mis deseos, que por un análisis más racional, acerca de hasta que punto Podemos les había robado su imagen y sus votos.
Alguno puede estar tentado de apuntarme: también erraste al pronosticar que el PSOE ganaría las elecciones. Pues no, leerme o releerme bien. Muchas veces escribí lo de que el partido socialista no iba a desparecer ni a quedar marginado. Pero ni una vez, ni una, he escrito que el PSOE ganaría.
Acerté: En mi gran preocupación por la difícil “gobernanza”, a la que se iban a enfrentar la nuevas Cortes. Pues sí, conseguir conformar una mayoría, en ese arco iris en que se ha convertido el Congreso de los Diputados, va a ser un reto sólo apto para políticos de una altura considerable. La situación no es que sea negativa “per se”, podría llegar hasta ser positiva. Pero mucha, mucha cintura política y altura de miras por parte de todos, serán necesarias para que esta legislatura, no se convierta en la más breve de nuestra historia democrática.
Y pronostique muy acertadamente, que el PSOE no iba a desaparecer, ni iba a quedar marginado. Ahí está, se mire como se mire, como primera fuerza de la izquierda, después de haber sido ferozmente atacado por todos sus flancos, y minusvalorado, e incluso despreciado, por casi todos los medios de comunicación.
Pero mucho ojo: ¡la historia no acabó ayer! Es más, me parece que la nueva etapa histórica, el juego real de la “nueva política”, comienza hoy. Lo que ocurra en los próximos meses, va a ser más decisivo para nuestra historia, y para el futuro de los partidos políticos, que todo lo que ha pasado, que ha sido mucho, en el año que ahora vence. La campaña pude haber sido una especie de broma, frente a la difícil y larga pugna que se avecina, en la que se disparará con fuego real. Porque la política, lo he repetido mucho, no va de juegos florales. Se trata del poder, y con el mismo, pocas bromas. Al final acabará venciendo el más templado, el más listo, el más coherente y menos demagógico, el que sepa concitar en torno suyo, un proyecto de futuro posible e ilusionante.
Y respecto a mi partido de toda la vida, el PSOE, ni por asomo se me ocurriría recomendarle que haga autocrítica. Lo conozco como si lo hubiera parido, y por eso sé que la hará como siempre, a lo bestia. Los socialistas tenemos unas pulsiones anarquistas, que ya hubieran deseado para ellos en los años treinta, los amigos de la CNT-FAI. Bienvenida sea la autocrítica, pero ojo al nivel de la misma, no vayamos a echar por el desagüe al bebe con el agua sucia, no vayamos a destruir lo que hemos reformado en el último año y medio, no vayamos a destruir la casa, antes de construir el nuevo cobijo.
Pero si es cierto que muchas cosas nos las tenemos que hacer mirar. No podemos soñar con una nueva hegemonía, sin contar con las clases medias y trabajadoras de las grandes urbes. No podemos liderar el futuro, si un montón de jóvenes no están con nosotros. Y especialmente, nuestro futuro será muy obscuro, si no acabamos con esa endogamia que envenena algunas de nuestras federaciones, con esa especie de leninismo, de “centralismo democrático”, que utilizan los aparatos aún en muchas, en demasiadas, zonas de nuestra geografía. También habrá que ver como Podemos compagina ese leninismo, con un grupo parlamentario compartido con “En comú”, “Compromis”, Marea Anova… Pero ese es su problema. El nuestro es seguir renovando el partido: para que nos lideren los mejores entre los nuevos jóvenes; construir espacios de convergencia coherentes, con las fuerzas más renovadoras y modernas de las grandes ciudades; presentar un proyecto de futuro ilusionante, que vaya más allá de reconquistar los derechos y libertades, que ha recortado la derecha; presentar un modelo de sociedad más justo y atractivo a nivel europeo, pues es en Europa donde está el futuro, no en nacionalismos retardatarios y de campanario. En suma, un proyecto por el cual los mayores, podamos pensar que, ahora sí, ha llegado a los mandos de nuestra patria, una “nueva generación”.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Diciembre del 2015.


jueves, 17 de diciembre de 2015

Escribir y anotar

En El País. Babelia (14.11.2015) comentó el gran Antonio Muñoz Molina, el libro del escritor argentino Sergio Chejfec “Últimas noticias de la escritura”, que me llevaron a estas reflexiones.
Justo en estos tiempos, inmersos en el vértigo acelerado de lo digital, cuando escribimos palabras casi fantasmales sin tinta, sobre un rectángulo blanco que asemeja una hoja de papel (ah, como añoro mi estilográfica Montblanc), cuando es suficiente un golpe equivocado sobre una tecla, para que se nos borre todo lo que hemos logrado generar con tanto esfuerzo, Chejfec reflexiona en su libro, sobre el lado material de la escritura y la lectura, recordando un mundo que aparentemente se extinguió hace mucho tiempo, pero que en realidad ha durado, hasta bien alcanzada nuestra edad adulta.
Aprendimos, los de mi generación, a escribir rellenando incesantemente cuadernos de caligrafía con rayas paralelas. Luego escribimos con ruidosas máquinas mecánicas y, algo más tarde, en grandes cacharros eléctricos en los que, en cuanto nos descuidábamos y presionábamos algo de más una tecla, se disparaba un tableteo de ametralladora.
Antonio Muñoz Molina
Hoy lo instantáneo silencioso, y la lisura sin tacto e inodora de lo digital, disparan en nosotros la añoranza y remordimiento, de no estar trabajando con las manos, la envidia que sentimos al visitar el lugar de trabajo, el taller, el estudio de un artista (tengo varios primos/as y “sobrinas” por parte de ellos, que son pintores/as) con esa atmósfera tan especial de viejo lugar, en el que se pintan, cortan, tallan y se manipulan cosas. Escribir, soñamos, se tendría que parecer más a una de esas tareas. Cómo se pareció en otro tiempo, en el que empleábamos tinta, papel, se producían borrones, nos veíamos obligados a tachar frases, y hasta párrafos enteros, cuando nos parecían inapropiados o escasamente literarios, rompíamos hojas y volvíamos a empezar... Cada uno de nosotros, ebrios de escritura, teníamos nuestro tipo de papel preferido, nuestras libretas de notas favoritas, que palpábamos y olíamos con fruición.
Los ojos no dejan nunca huella al recorrer líneas de escritura, pero al menos en un libro impreso, de papel, los lectores podemos marcar la constancia de nuestra relación con lo leído (subrayando, anotando) “pruebas de la conversación con los difuntos”, a la que alude Quevedo en su soneto a la imprenta. Yo lo hago mucho en mis libros, quizá demasiado, pues luego familiares y amigos, me dicen que les resulta difícil leerlos, sin dejarse influenciar o marear por mis anotaciones y subrayados.
 Sergio Chejfec
En la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, comenta Muñoz Molina, la presencia de Borges está fijada en sus anotaciones y subrayados a los libros que leyó. Y en su libro sobre Lucrecio, "El Giro", Stephen Greenbjatt cuenta una historia que seguro que le gustaría a Sergio Chejfec: hace unos años se subastó un ejemplar de De rerum natura impreso hacia mediados del siglo XVI, lleno de subrayados y notas, del que, por la caligrafía y el tono de las anotaciones, se comprobó con toda certeza, que ese era el ejemplar que había poseído y leído infatigablemente Montaigne.

Palma. Ca’n Pastilla a 30 de Noviembre del 2015.

jueves, 10 de diciembre de 2015

La decepción democrática

Debemos ser críticos con la política, pero sin hacernos demasiadas ilusiones.
Escribe Daniel Innerarity y comparto con él estas reflexiones, especialmente en estos días en que estamos ya en plena campaña electoral.
Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la democracia funciona bien, se convierte en un régimen de desocultación, en el que se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.
Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico error de percepción, que genera la corrupción descubierta, o el desacuerdo institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos, está en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política, corresponde a una nostalgia inadvertida, por la comodidad en que se vive donde lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de añoranza hacia formas de organización social, en las que reine una plácida ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día discutiendo.
Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con nuestra incompetencia práctica, a la hora de resolver los problemas y tomar las mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial, porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con el fracaso habitual, de no poder sacar adelante completamente lo que se proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la capacidad de dar por bueno, lo que no satisface completamente las propias aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio poder, sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones, e invita a respetar los propios límites.
Todas las decisiones políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales absolutos, se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por ello, que nuestros más fervorosos seguidores, aseguren que no era eso a lo que aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea incentivos, para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto grado de decepción resulta inevitable.
Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de renovación —porque no forma parte de lo ya conocido, y esa carencia de pasado político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—, no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico. Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe, y terminan posponiendo indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no pagar la deuda a pagarla sólo en parte, para finalizar con una inocua auditoría ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar elecciones, es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir que lo primero palidece, a medida que se acerca la hora de la responsabilidad. Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición táctica, o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no sólo porque comparten nuestra condición humana, sino sobre todo porque en algún momento, tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como menos malo. La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución, impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar, nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles, con la conciencia de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales, han de moverse y las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad, que nos permite agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de la imposibilidad.
Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de corrupción, y la política se muestra incompetente para resolver nuestros principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa, y que tampoco deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más ilesa a la política realmente existente, que unas expectativas desmesuradas por parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que razonablemente podemos exigirle.
Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración democrática, no viene nada mal que analicemos con menos histeria, el contexto en el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones de valorarla en su justa medida, y no cometamos el error de sacar consecuencias equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte normativo que nos permita ser críticos, sin abandonarnos cómodamente a lo ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.

Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.

Palma. Ca’n Pastilla a 2 de Diciembre del 2015.

martes, 1 de diciembre de 2015

¿Marginar la Filosofía?

Massimo Cacciari, catedrático de Estética y Metafísica y ex alcalde de Venecia, que ha terminado hace poco un nuevo libro “Laberinto filosófico” (donde explora la relación con el “otro”, desde los inicios de la filosofía europea) pasó por Madrid y, en una entrevista, habló de la marginación de la Filosofía y las Humanidades, en los planes de estudio.
Dijo Cacciari, que aquella idea de formación como camino a la excelencia, la paideia (educación o formación) de los clásicos, pasa por malas horas. No sólo en España, y no sólo marginando la filosofía de los planes de estudio. Ya no se enseña ni latín ni griego y, por lo que se refiere a la literatura, sólo hay interés por la del país donde se imparte. El de masacrar las humanidades es un discurso que se ha instalado hace tiempo en Europa. La idea que sostiene este proyecto es un mito: que el pasado, pasado está; y que por tanto está muerto. Y eso no es cierto: el pasado siempre es problemático y vive en la memoria actual, forma parte del proyecto de futuro. Está vivo en la palabra, en la lengua.
Massimo Cacciari
Al marginar la filosofía y las humanidades, Europa se está destruyendo a sí misma. Lo que resulta paradójico es que sea Europa, la única empeñada en borrar sus propias huellas. Ni Estados Unidos, ni China, ni Japón han tomado esa dirección. En cambio, Europa si le ha dado la espalda a su legado – al humanismo, al Renacimiento, al idealismo alemán – y entiende que el futuro pasa sólo por el crecimiento del PIB y por adaptarse a las exigencias del presente inmediato.
Le lectura de esta entrevista, me llevó a recordar un texto de María Zambrano (la gran discípula de Ortega y Gasset y también de Julian Besteiro) “El problema de la filosofía española”, escrito en 1948. En el mismo se pregunta Zambrano: ¿Qué significará, pues en la vida española, en cualquier vida, la carencia de filosofía? Y se responde que nada más preguntarse por esa cuestión, salta enseguida esa otra idea, más que idea suprema esperanza del espíritu occidental: la libertad.
¿Estarán íntimamente ligadas, la forma de pensamiento que llamamos filosofía, con la aspiración suprema que llamamos libertad? Un hecho esencial parece así corroborarlo: la idea del estado típicamente occidental. Y no sólo la idea, también la agitada historia, el sinnúmero de padeceres de todos los pueblos de Occidente, por realizar un Estado que encarne a esa deidad perseguida, pues la historia de Occidente podría escribirse como la serie infinita, de los esfuerzos, tribulaciones y martirios por alcanzar la libertad; como los padeceres, glorias y caídas de la Libertad misma.
¿Ha existido en verdad filosofía en España? Pregunta que nos adentra en los más íntimos pliegues de su existencia. Porque no es un lujo la filosofía para los pueblos de Occidente, sino como dijera Plotinolo que más importa”, es decir, lo más necesario. Y no era por azar, que en el último periodo de la vida española, en el que podríamos llamar “renacimiento”, o quizá mejor “resurrección”, la filosofía hubiera tomado uno de los primeros planos de nuestra vida.

Palma. Ca’n Pastilla a 25 de Noviembre del 2015.


jueves, 26 de noviembre de 2015

La Modernidad y la Crítica Estética. Baudelaire y Benjamin

De la Modernidad, del legado de la Ilustración, ya he escrito un par de veces, y puede que vuelva a hacerlo. Pero hoy me gustaría limitarme a unos apuntes, para reflejar la importancia que la crítica estética tuvo, en la toma de consciencia del problema o problemas, a los cuales se vio confrontado el concepto de “modernidad”.
La modernidad no puede ni quiere tomar prestados de otra época, los criterios en función de los que se orienta. “La modernidad se ve obligada a extraer su normativa, de ella misma”. Quizás esto explique que sea tan irritable respecto a la idea que ella se hace de si misma, y también la dinámica de sus tentativas para “fijarse” y “ser fijada sobre si misma”, que se han producido sin descanso hasta nuestros días.
Pero fue inicialmente en la crítica estética, como ya he dicho, donde se tuvo inicialmente consciencia, del problema al que la modernidad se enfrentaba: el de fundarse por sus propios medios. Ello se comprueba claramente, desde el momento que reconstruimos la historia del término “moderno”. El proceso de ruptura con el modelo del arte antiguo, se inició a principios del siglo XVIII en la celebre “Querelle des Anciens et des Modernes” (H. R. Jauss). El partido de los Modernos se rebela contra la idea, que el clasicismo francés se hace de si mismo, asimilando el concepto aristotélico de perfección al de progreso, tal como había sido sugerido por la ciencia moderna. Los “Modernos” ponen en cuestión el sentido de imitación de los modelos antiguos, apoyándose sobre argumentos histórico-críticos; y con respecto a normas de una belleza absoluta, aparentemente supratemporal, definen los criterios de lo bello como algo temporal o relativo, expresando así la idea que la Ilustración se hace de si misma, la de representar el inicio de una nueva era. Aunque el sustantivo modernitas (y la pareja de opuestos antiqui/moderní) haya sido empleado en sentido cronológico desde la Antigüedad tardía, el adjetivo “moderno” no ha sido substantivado hasta mucho después, en las lenguas europeas de los tiempos modernos, e incluso entonces, sólo en el dominio de las bellas artes. Lo que explica porque los términos de “moderno” y “modernidad”, han mantenido hasta nuestros días, un núcleo de significación estética, caracterizado por la idea que el arte de vanguardia se hace de si mismo (H. R. Jauss Pour une esthétique de la réception).
A ojos de Baudelaire, la experiencia “estética” se confundía con la experiencia “histórica” de la modernidad. En la experiencia fundamental de la modernidad estética, el problema de la autofundación adquiere una forma más aguda, en la medida en que el horizonte de la experiencia temporal, se reduce al de la subjetividad descentrada, que se aparta de las convenciones de la vida cotidiana. Por esto es por lo que el arte moderno, ocupa en Baudelaire un lugar singular, en la intersección de las coordenadas de la actualidad y la eternidad. “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable” (Ch. Baudelaire: “Le Peintre de la vie moderne”). En adelante la modernidad, reenvía a una actualidad que se consume, y pierde la extensión de un tiempo de transición, de un tiempo actual extendido a lo largo de varios decenios, ubicado en el corazón de los tiempos modernos. La actualidad no puede tomar consciencia de ella misma, por oposición a una época superada y rechazada, como una “figura” del pasado. No puede constituirse, sino en tanto que intersección del tiempo y de la eternidad. Como contacto inmediato entre actualidad y eternidad, la modernidad no consigue, bien sûre, librarse de su precariedad, pero evita la trivialidad: según entiende Baudelaire, la modernidad apunta a conseguir que el instante transitorio, sea reconocido como el pasado auténtico de un presente próximo. La modernidad prueba su valía en lo que será un “día clásico”, será clásico en adelante el “relámpago” en el cual surge un tiempo nuevo que, si no perdura, ratifica su declive en su primera entrada en escena. Esta concepción del tiempo, aún más radicalizada en el surrealismo, justifica el parentesco entre “modernidad” y “moda”.
Baudelaire parte del resultado de la conocida y ya mencionada “Querelle des Anciens et des Modernes”, pero modifica, de forma significativa, la relación entre lo bello absoluto y lo bello relativo: “Lo bello está compuesto de un elemento eterno, invariable, y de un elemento relativo, circunstancial, como la época, la moda, la moral o la pasión. Sin este segundo elemento, que es como un envoltorio divertido, titilante, aperitivo del divino pastel, el primer elemento sería indigesto, inapreciable, no apto ni apropiado para la naturaleza humana”. Crítico de arte, Baudelaire subraya en la pintura moderna, el aspecto de la “belleza pasajera, fugaz, de la vida presente, el carácter de lo que el lector nos ha permitido llamar la “modernidad”. Baudelaire escribe “modernidad” en cursivas; pues es consciente del nuevo uso, original desde el punto de vista terminológico, que hace de esta palabra. En este sentido la obra auténtica está, de forma radical, ligada al instante de su génesis; es precisamente porque ella se consume en la actualidad, que puede interrumpir la ola perenne de las trivialidades, quebrar la normalidad, y colmar el imperecedero deseo de belleza, el tiempo de una fusión pasajera entre lo eterno y lo actual.
La belleza eterna no se descubre más que bajo el disfraz de un traje de época; es lo que Walter Benjamin señalará de la imagen dialéctica. La obra de arte moderno se coloca bajo el signo de unión entre los esencial y lo efímero. Este carácter de actualidad fundamenta, por otra parte, el parentesco entre el arte, la moda, lo nuevo, el punto de vista del ocioso, del genio o del muchacho, quienes no disponen de protección contra la excitación que constituyen los modos de percepción usuales y convencionales, y que, de esta manera, quedan indefensos frente las agresiones de la belleza y de las excitaciones transcendentes, disimuladas en las realidades más cotidianas. El papel del “dandy” consiste, entonces, en el hecho de ser apático, indiferente, y en el de proporcionar a este tipo de no-cotidianidad un giro ofensivo, manifestando la no cotidianidad por la provocación. El “dandy” combina la ociosidad y el gusto por la moda, con el placer que el siente por sorprender, sin ser él nunca sorprendido. Es el experto en el gusto pasajero del instante, del cual brota lo nuevo. “Busca cualquier cosa que pueda llamar “modernidad”, pues para él no existe otra palabra que exprese la idea en cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda, lo que pueda contener de poético en lo histórico, de sacar lo eterno de lo transitorio”.
Walter Benjamin retoma el tema para descubrir, a pesar de todo, una solución al paradójico problema, de extraer de la contingencia de una modernidad, convertida en absolutamente transitoria, los criterios que le son “propios”. Si Baudelaire se tranquilizaba, pensando que la constelación del tiempo y la eternidad, se cumplía en la obra de arte auténtica, Benjamin intenta traducir de nuevo esta experiencia fundamental de orden estético, en una relación de orden histórico. Y da forma al concepto de lo “à-présent”, en el que han penetrado astillas del tiempo mesiánico o finalizado, y ello por medio del tema de la “mímesis”, por así decirlo convertido en transparente, detectable en los fenómenos de la moda: “La Revolución francesa se entendía como una Roma reanudada. Se citaba la antigua Roma, exactamente como la moda se refiere a un vestido de otros tiempos. Recorriendo la vieja maleza, es como la moda detecta el humo de lo actual. Tal como un salto del tigre al pasado… Efectuado en el vacío, es el mismo brinco que el salto dialéctico, la revolución tal cual la concibe Marx”. Lo que Benjamin impugna, no es únicamente la normativa “tomada” de una comprensión de la historia, fundada en la imitación de antiguos modelos, combate de igual modo las dos concepciones que, aunque situándose en el terreno de la historia moderna, amortizan y neutralizan, la provocación que constituye lo nuevo y absolutamente inesperado. Y se opone, a la vez, a la idea de un tiempo homogéneo y vacío, ocupado por la “obstinada creencia en el progreso”, que caracteriza el evolucionismo y la filosofía de la historia, y a esta neutralización de todos los criterios en los que opera el historicismo, cuando encierra la historia en un museo, y no cesa de enumerar la sucesión de acontecimientos, como si fueran una ristra”. Su modelo es Robespierre, que había citado, mencionando la Roma antigua, un párrafo cargado de “à-présent” y rico en “comunicaciones”, con el fin de aclarar el continuum inerte de la historia. Es la forma mediante la cual intenta, como por un choque a la manera del surrealismo, detener el mencionado curso inerte de la historia, que una modernidad, reducida a la actualidad, debe tomar prestada su normativa de las imágenes especulares de un pasado “convocado”, desde el momento en que accede a la autenticidad de un “à-présent”. Un tal pasado no se percibe nunca como ejemplar por naturaleza. El modelo baudelairniano del modisto proyecta, por el contrario, una viva luz sobre la creatividad, que opone el acto del adivino detector de estas “comunicaciones”, el ideal estético de una imitación de modelos clásicos.

Palma. Ca’n Pastilla a 21 de Octubre del 2015.


miércoles, 18 de noviembre de 2015

Isak Dinesen

En la primavera de 1986 Elena Valenciano, por entonces algo así como mi “Jefa de Gabinete”, en la “Secretaría de Admon. y Finanzas del PSOE”, y que sabía bien de mi pasión por Isak Dinesen (seudónimo de la Baronesa von Blixen-Finecke) y su obra literaria, me preguntó porque no escribía un artículo para “Letra Internacional”. Yo no estaba seguro de estar a la altura. Pero pasando ella por encima de mis temores, se puso directamente en contacto con mis amigos Salvador Clotas y Ludolfo Paramio, directores de la mencionada revista, quienes formalmente me insistieron en que lo escribiera. Así que aprovechando las vacaciones de ese Agosto, redacté el largo artículo, que se publicó en el número de Otoño de Letra, y que ahora subo al Blog.
----------------------------------------------------------------------------------------------------------
Me temo que la atracción erótica de Robert Redford y las bellas imágenes, de los inmensos espacios abiertos de Kenia, explicitados magistralmente en la película “Memorias de África”, tengan mucho que ver con la popularidad actual de Isak Dinesen y sus principales obras. Nada tengo que decir, sino todo lo contrario, en oposición al erotismo y a la estética.
Pero a mí personalmente me gusta creer, que el favor de que gozan hoy lo libros de la baronesa Karen Blixen, se debe a una especie de rebelión contra un concepto de la vida excesivamente pragmático, materialista, en que todo se mide en términos radicalmente prácticos, y se tasa exclusivamente por su valor de mercado.
Isak Dinesen. Karen von Blixen
En los últimos tiempos estamos presenciando un renacer del puritanismo, con su evangelio del trabajo por el trabajo y sus restantes virtudes hermanadas siempre con la más absoluta prudencia. Asistimos diariamente a la exaltación de la cultura individualista – el Estado debe ser arrinconado – del éxito individual y la respetabilidad social. Reagan quiere que la oración sea obligatoria en las escuelas públicas. Se pretende revisar, en clave reaccionaria, las legislaciones sobre el aborto, la pena de muerte y, si me apuran, el divorcio. Toda una campaña se está orquestando contra las relaciones sexuales que la “gente bien” – la de mente sucia que decía Bertrand Russell – considera heterodoxas; como si iniciáramos una vuelta a ese ascetismo que parece surgir como tendencia, cuando se ha llegado a un cierto grado de civilización (no lo hallamos en los primeros libros del Antiguo Testamento, pero sí ya en los últimos y, sobre todo, en el Nuevo Testamento). El deseo de liberar al espíritu de la servidumbre de la carne, ha inspirado muchas de las grandes religiones, y parece cobrar hoy dimensión entre los líderes de lo que llamamos “mundo occidental” (véase “Nuestra ética sexual”, de Bertrand Russell).
En este escenario aparecen como un soplo de aire fresco, como una bocanada de oxígeno: Lejos de África, Sombras en la hierba, Cuentos de invierno, Siete cuentos góticos, Cartas de África… etc. Su canto a la vida, a la naturaleza, a los espacios abiertos, al amor, al erotismo; su alegría de vivir; su añoranza de un tiempo en que las grandes pasiones eran algo cotidiano; sus descripciones de lo que sería una “nueva aristocracia”… parecen haber “llegado” a un cierto fondo de romanticismo que, aletargado, perviviría, a pesar de todo, en muchos de nosotros.
Y, por difícil que sea, quizás aún más que sus criaturas literarias, sea la propia “Baronessen”, por su vida y su personalidad (“Isak Dinesen”, Judith Thurman, Planeta 1986) la que realmente nos ha devuelto nuestra fe en la vida, nuestra propia alegría de vivir, “una grande, una salvaje alegría de estar vivos (Op. cit.).
“La muerte no es nada, el invierno no es nada, porque las llamas, el fuego, han vuelto a erigir los caídos altares de mi juventud en la hierba primaveral” (“Rog”, Humo, de Sophus Claussen).
Podríamos decir que Karen Dinesen WestenholzBaronesa Blixen-Finecke, por casamiento – fue una feminista “avant la lettre”. Emancipada, independiente, libre, es ella y no su marido la que en el primer cuarto de este siglo dirige la empresa cafetera “la granja” en África. Por encima y en contra de su clase, la vieja aristocracia europea, mantiene posiciones que, aún hoy, se considerarían avanzadas en temas como política, relaciones con otras razas, moral, religión, sexualidad… etc.
Su padre – Wilhelm Dinesen – aventurero, romántico, soldado, político y escritor, aunque desaparecido cuando aún ella era una jovencita – se suicidó – fue su principal mentor. Le enseño a pensar con independencia, libremente, al margen de dogmas de creencias tradicionales y absurdas (“Soy” escribía a la que por entonces era su novia, futura madre de Karen, “mucho más librepensador en materia religiosa que tú. He visto tantas y tan extrañas ceremonias religiosas que casi todas las religiones me parecen locas, absurdas, estúpidas, y a veces abominables”).
Fue él quien sacó a Karen aún niña, del limbo doméstico y la transportó a otro mundo en el que había pasiones, espacios abiertos, grandezas, tierras vírgenes, campos de batalla… Le inculcó el gusto por una vida desinhibida y sensual, con sus peligros éticos y su abnegación. Y, sobre todo, le dio un sentido de su energía erótica que fue, desde un principio, exagerado. Ella y su padre formaron una aristocracia de dos miembros, y el mayor orgullo de Tanne (así la llamaban en su juventud) era ser de él y no y no de “ellos” (los puritanos y los prudentes Westenholz maternos. Op. cit.).
Cuando en la Europa de los años diez y veinte el consenso era conservador, mojigato y patriarcal ¡no digamos las mujeres! ella fue radical, liberada y moderna. Luego, cuando se hizo más liberal – y después socialista o socialdemócrata en su Dinamarca de la postguerra – Karen se encargó de representar el “ancien régime”… y le encantaba escandalizar a la gente con sus “declaraciones aristocráticas”: “Le gustaba la provocación por la provocación, lo que tal vez no fuese tan frívolo como parece. Lo hacía siempre en aras del principio erótico” (Op. cit.).
Karen Blixen se enamoró profundamente de la vida. Le gustaba vivir, disfrutaba enormemente con ello. Toda su persona era vitalidad, sensualidad. Había que exprimir la vida, sacarla la última gota de jugo a lo que te ofrecía en cada momento. Se debía “estar en relación directa con la vida; aceptar el destino sin condiciones, dejar de posponer la vida en nombre de un ideal” (Op. cit.). Se hubiera declarado en completo acuerdo con Bertrand Russell cuando este escribió en su obra”: “Yo creo que, en todas las descripciones de la vida buena en la tierra, tenemos que dar por supuestas ciertas bases de vitalidad y de instinto animal; sin esto la vida se hace mansa y carente de interés. La civilización debe contribuir a esto, no ser un sustitutivo de ello; el santo ascético y el sabio apartado no son seres humanos a este respecto. Un pequeño número de ellos pueden enriquecer una comunidad; pero un mundo compuesto de ellos se moriría de aburrimiento”.
Un buen resumen de esta filosofía vitalista lo podemos encontrar en la carta que Karen escribe a su madre con motivo del suicidio de su prima Daisy Castenskiold: “No creo que nadie pueda decir que fue desgraciada. Vivió la vida con más alegría que la mayoría de la gente; estaba siempre comprometida en algo y todo le interesaba, y fue amada como pocas personas lo son”.
Resumiría, con H. G. Wells que “la idea más grande y revolucionaria de la época moderna es educar a los seres humanos para la felicidad” (“El sueño”).
Pero vivir, entendido como algo más que sobrevivir, como mantenerse “en marcha”, llegó a constituir una necesidad biológica para la baronesa. En un cierto momento de su vida quiso hacer una peregrinación a La Meca; ir en scooter por las calles de París; construir un hospital para los masai; visitar las ruinas de la antigua Grecia; encontrar la cabaña en que su padre vivió unos años con los pieles rojas en Wisconsin… Y más tarde tendría la osadía de pretender que como combustible para todo eso bastaba con una dieta de ostras y champán. La exhortación de Pompeyo a su tripulación, “Navigare necesse est vivere non necesse” (Navegar es indispensable, vivir no) fue su lema, y literalmente llegó a significar que era más importante mantenerse en marcha que vivir (Op. cit.).
Es la misma filosofía que llevó a Elizabeth Janeway a escribir en “El arte de detener el tiempo”: “Lo único que en realidad nos pertenece en nuestra existencia es lo que hemos vivido plenamente”. O la de todos aquellos que amamos la montaña y nos sentimos identificados con Elizabeth Arthur cuando afirma en “Más allá de la montaña”: “No vinimos para alcanzar la cumbre, para poder decir luego que lo habíamos hecho; para estar aquí y ahora, es por lo que hemos venido… Para así conocernos mejor y demostrar, al menos a nosotros mismos, que alcanzar las cumbres no es lo más importante sino moverse hacia ellas”.
Wilhelm (su padre) transmitió a Karen, como tantas otras cosas, un profundo, un apasionado amor por la Naturaleza; y una concepción de ésta como la gran fuerza moral. La llevaba a dar largos paseos por el bosque o la orilla del Sund. Y le enseñó a ser observadora, a distinguir las flores silvestres y el canto de los pájaros, a contemplar la luna, a designar por su nombre a las plantas. “Ejercitó sus sentidos, le hizo ser consciente de ellos como lo es un cazador, a imitación de su presa” (Op. cit.). Karen Blixen contaba lo que creía era su recuerdo más antiguo: “ser llevada de la mano hasta lo más alto de una colina para mostrarle un panorama espectacular” (Op. cit.).
Buena discípula, aprendió a fondo la lección, e Isak Dinesen nos ha dejado repetidas muestras de esa sensibilidad extrema hacia la belleza del entorno natural: “… antes de la salida del Sol, cuando las estrellas, a punto de retirarse y desvanecerse en la cúpula del cielo, aún pendían de él como grandes gotas luminosas, y el aire quieto tenía aún la extraña limpidez y la profundidad de agua de fuente del alba de África” (“Sombras en la hierba”). “La hierba era yo, y el aire y las montañas visibles a lo lejos eran yo, y los cansados bueyes eran yo. Yo respiraba en la brisa nocturna que acariciaba los espinos” (“Lejos de África”).
Como muy pocos, Karen Blixen hizo honor al aserto de Bertrand Russell: “El hombre es parte de la naturaleza, no algo en contradicción con ella” (“Lo que creo”).
El amor, como el vivir, fue para Tanne pasión, libertad, ausencia de normas; pero respeto y cariño para la pareja, aún cuando la pasión ya fuera un recuerdo: “He salido de cuantos asuntos amorosos he tenido como la mejor amiga de mi pareja”, escribe a su hermano Thomas (“Cartas de África 1914-1931”). Se reveló contra la mojigatería y la represión de la necesidad sexual, fenómeno tan usual en la cultura de la clase media. Y el amor diario, duradero, con erosiones y desengaños, tan mecánico, tan amistoso, tan artificial, le parecía totalmente insípido.
Au revoir
He llorado y he dicho adiós,
así termina nuestro duelo de amantes.
El honor de ambos quedó bien servido.
Y para honra de tu alma
recordaré todos los viejos lugares.
Amigo, fue agradable, en cualquier caso”.
(En el archivo de Karen Blixen, Biblioteca real de Copenhagen).
En el amor, como en la caza, la preparación es casi tan importante como el final, pero este tiene que ser total, definitivo. Caza y amor son ambos luchas “mortales” y formas de juego. La gallardía de las dos partes y su respeto mutuo por el ritual de la persecución son más importantes que el resultado (“Isak Dinesen”. J. Thurman). “Pero recordé – escribe en ‘Sombras en la hierba’ – las palabras de mi viejo amigo el tío Charles Bulpett: ‘la persona que es capaz de deleitarse en una grata melodía sin querer aprenderla, en una mujer hermosa sin desear poseerla, o en un magnífico animal salvaje sin querer matarlo, no tiene corazón’. De este modo aquel disparo, en aquel lugar y antes del alba, fue en realidad una declaración amorosa”.
Gallardía en la caza, gallardía en el amor, pero, sobre todo, gallardía al encarar la vida, define a quienes la poseen, en la concepción de Karen, como una nueva aristocracia social, una mejor forma de nobleza. Tanto Galbraith Cole, como su hermano Berkeley y su cuñado lord Delamere (algunos de sus amigos de África) así como su amante Denys Finch-Hatton, poseían lo que ella llamaba “lo más importante en un noble, un ‘fond gaillard’ (Notaterom Karen Blixen, de Clara Svendsen).
Quizás Tanne fue seducida por la extraordinaria confianza en sí mismos de que hacían gala algunos de aquellos aristócratas ingleses que encontró en Kenia. “… la absoluta confianza en sí mismos de los aristócratas ingleses que había conocido recientemente, hombres como Delamere y Galbraith Cole, que ‘comprendían su propio carácter y actuaban sin miedo de acuerdo con él” (“Cartas de África”). No se sentían destinados a dejar huella en el mundo, pero tenía una confianza aristocrática en su lugar en él” (“Isak Dinesen”, Judith Thurman).
Pero “aristócrata” es para Karen Blixen todo aquel que encara la vida con gallardía, con estilo, con pasión, trágicamente; pertenezcan a la nobleza de sangre, al proletariado, a la burguesía comercial, o a la tribu de los masai.
Pueden ser verdaderos “aristócratas” los integrantes del proletariado: “… debo ir entre el proletariado… los verdaderos aristócratas… porque el proletariado no tiene nada que perder. Pero la clase media siempre tiene algo que perder, y el Diablo está entre ellos en su forma peor, es decir, la más mezquina” (“Cartas de África”).
Pero también pueden ser dignos de pertenecer a esa “nueva aristocracia” ciertos pequeños empresarios que, paradójicamente pertenecerían a la denostada clase media: “Los firmes y resueltos viejos comerciantes no pestañeaban al hacer balance: en los tiempos difíciles miraban cara a cara a la quiebra y la ruina” (“Cuentos de Invierno”).
Y sobre todo son “aristócratas” los queridos, los admirados masai: “Era justo, pensé, que Emmanuelson hubiera buscado refugio entre los masai y que ellos se lo hubieran dado. La verdadera aristocracia y el verdadero proletariado del mundo comprenden la tragedia… En esto se diferencian de la burguesía de todas las clases, que niega la tragedia, que no la tolera y para la cual la propia palabra es desagradable… Los taciturnos masai, que son a la vez aristócratas y proletarios, reconocerían en el solitario caminante de negro una figura trágica; y el actor trágico con ellos, había dado lo mejor de sí” (“Lejos de África”).
Seguramente Karen Blixen fue heredera de Georg Brandes en su concepto de la “nueva aristocracia” (Brandes, aún poco conocido en España, fue el crítico que apoyó a Ibsen, “descubrió” a Nietzsche, y gozó de una notable influencia sobre casi todos los grandes escritores escandinavos, incluida Isak Dinesen). Brandes escribió en su gran obra “Ensayo sobre el radicalismo aristocrático”: “Porque sólo una cosa es necesaria: dotar de estilo a nuestro carácter”.
Georg Brandes había reiterado la exhortación de Nietzsche en pro de una “nueva nobleza”, una clase de personas que han aprendido a conocer la vida a través de la acción y que por ello saben que hacer con la historia. Fue esta “clase” la que Karen admiró siempre cuando se la encontró en la vida real, la que le proporcionó los protagonistas de sus obras y la que lamentó en sus últimos años que hubiera prácticamente desaparecido en Dinamarca.
Fue Brandes quien dio la definición nietzscheana de la “verdadera nobleza” como “la capacidad del hombre para responder de sí mismo y asumir responsabilidades”. Concepto que, resumido, figuraría igualmente en la divisa de la familia Finch-Hatton: “Je responderay”.
Vivir con gallardía y saber morir, principio y final de ese “gran juego” que sería la vida. Carácter de juego que halla su forma más pura en el “gran gesto”. Se plantea una tarea que entraña enormes riesgos y se lleva a cabo como si no implicase el menor esfuerzo. Se exige un gran precio, y se paga otro aun mayor como si nada. La esencia de todos los “grandes gestos” está en burlarse de la necesidad, económica, biológica o narrativa. El gesto desafía el impulso burgués de valorar toda experiencia en términos prácticos, por su valor de mercado. La propia supervivencia, la más básica de las necesidades, es la que tiene el precio más alto, y en consecuencia los gestos más grandes se relacionan con ese exquisito “savoir-mourir” que tan profundamente admiró Karen von Blixen-Finecke (“Isak Dinesen”, Judith Thurman).

Palma. Ca’n Pastilla a 3 de Noviembre del 2015.






sábado, 7 de noviembre de 2015

La Política y la Ley

He mantenido pública y reiteradamente, que los problemas políticos hay que resolverlos políticamente, y que desviarlos casi de forma automática al terreno judicial es un error o, mejor, una muestra de la incapacidad de algunos políticos. Así que: Política, mucha mano izquierda y finura. A Giulio Andreotti le preguntaron, allá por los inicios de la Transición, cual era su opinión sobre la política española, y contestó: “Manca finezza”. Lafinezza no como simple astucia política, sino como una mezcla de disposición al intercambio y de capacidad estratégica. De manera que Política de la buena sí, pero también y siempre respeto a la Ley. Desde las últimas elecciones municipales, se han escuchado a algunas autoridades institucionales, hablar de no respetar las leyes por inadecuadas o por injustas. Y hoy asistimos a una escalada de este despropósito. Las leyes están ahí para cumplirlas todas, también las máximas de nuestro ordenamiento jurídico-político: la Constitución y los Estatutos de Autonomía. Si hay algo de inadecuado, desfasado o injusto en ellas, hay que modificarlas o abolirlas, de acuerdo con los trámites democráticos que las mismas leyes señalan, pero mientras dura el trámite de la revisión o abolición, hay que observarlas al dedillo.
Anoche leía un artículo del gran Claudio Magri en el Corriere della Sera del 13 de Mayo del 2002: “Razones de la ley y razones del corazón”. En el mismo decía, entre otras cosas interesantísimas, que la ley, hemos oído repetir, “no puede contener toda la vida, sus infinitos pliegues y sus inextricables complicaciones, sus decisiones trágicas y sus dilemas”. Y todo esto es verdad, es más, es obvio. Si Pascal decía que la razón no conoce todas las razones del corazón, tampoco el código civil ni el penal, pueden albergar la pretensión de conocer y clasificar todos los matices del alma y sus enredos. Lo primero que hace de un hombre un hombre, lo que le infunde la capacidad de discernir entre el bien y el mal, de vivir libremente su relación con los demás, consigo mismo, no es la observación de una ley, humana o religiosa. La vida de un individuo – su pasión, su miedo, su fuerza de amar o su aridez, los dioses que venera o los fantasmas que le persiguen – fluye más acá o más allá de toda ley.
Política
Pero todo esto, que es muy cierto, no le quita valor alguno a la ley. A diferencia de quien hace alarde de las profundas razones del corazón, pensando en realidad que existe sólo su corazón, la ley parte de un conocimiento más profundo del corazón humano, porque sabe que existen muchos corazones, cada uno de ellos con sus insondables misterios y sus apasionantes tinieblas, y que, justamente por eso, sólo unas normas precisas, que tutelen a todos y cada uno, permiten a cada individuo en particular vivir su vida irrepetible, cultivar sus dioses y demonios, sin que le oprima ni se lo impida la violencia de otros individuos, presos como él de inextricables complicaciones del corazón, pero más fuertes o poderosos que él. La ley es como la democracia: es un valor frío, una regla que no penetra en el misterio de la vida, pero que le permite a cada uno vivir su propio misterio, su propia pasión, su propio delirio.
La razón – y la ley – albergan a menudo más fantasía que el corazón, capaz sólo de sentir sus propias “inextricables complicaciones” e incapaz de imaginar que existan también las de los demás. El legislador que no deja impune la corrupción en las contratas públicas, es un artista que sabe imaginar la realidad, porque en esa corrupción no ve únicamente la abstracta violación de una norma, sino también, por ejemplo, los deficientes equipos de los que – a causa de esa corrupción – se dota un hospital, en lugar de los equipos más eficientes, con los que habría contado de haber sido correcta la adjudicación de la contrata.
La democracia es poética, está llena de fantasía, porque nos hace sentir que existen individuos que no veremos nunca, y de los que no nos importa nada, pero que tienen los mismos derechos a vagabundear, a soñar y delirar. Quien sólo sabe ver la inmediatez, no ve nada; quien sólo ve árboles delante de él, y no es capaz de pensar el bosque, no sabe lo que son esos árboles, que quizá se hace la ilusión de conocer bien (véase para esto, las dos entradas en mi Blog “El encinar huye de mis ojos”: http://senator42.blogspot.com.es/search/label/Encinar%20huye%20de%20mis%20ojos%20%28I%29).
Debilitar la ley o ignorarla, en nombre del espontáneo proceso de la vida, que en todos los ámbitos – individual, político, económico, social – encontraría la mejor forma de proceder, sólo significa dejar a los débiles a merced de los fuertes, allanar el camino a la violencia y a la injusticia, abandonar la realidad al arbitrio del más poderoso. La creciente complejidad y la escala cada vez más amplia, de los fenómenos y las relaciones político-social-económicas, hacen todavía más necesario el control del derecho, y un Estado que garantice la eficacia de ese control en defensa de los más débiles, para la tutela del ambiente, para la protección de la vida de todos.
Ley
Otro sofisma, continuamente repetido, es el que hace referencia a que la ley tendría que adecuarse al sentimiento común, y conformarse a la “evolución de la realidad”; término lo suficientemente vago, porque es difícil entender qué es esa realidad a la que tendríamos que conformarnos, como si estuviéramos fuera de ella, mientras que la realidad es el resultado de la continua confrontación en la que cada uno, concurriendo a formarla, afirma sus propios valores. Según ese sofisma, haría falta castigar menos o dejar de castigar un delito, cuando éste se lleva a cabo a gran escala, se convierte en “costumbre” (“siempre se ha hecho así”) o responde al “sentimiento de la mayoría”. Cuando es todo lo contrario: cuanto más se difunde un delito, tanta más falta hace perseguirlo para tutelar a los ciudadanos, y esto vale para el robo, la corrupción, la violencia de cualquier tipo, la instigación al odio racial, y el abuso de poder por parte de órganos del Estado.
La ley ciertamente no agota las exigencias de la conciencia, pero constituye también un intento de insertarlas concretamente en la realidad. Sus razones son distintas de las del corazón, pero no necesariamente sus enemigas. Sabemos perfectamente que los bizantinismos jurídicos, pueden favorecer las peores injusticias. Pero también el formalismo aparentemente más árido, puede acudir en auxilio del corazón.

Palma. Ca’n Pastilla a 7 de Noviembre del 2015.

martes, 3 de noviembre de 2015

Bernstein-Kautsky. La gran controversia (II)

Hasta el momento en que Bernstein lanzó su desafío, tanto Liebknecht como Bebel (por entonces los líderes del Partido Socialdemócrata) se iban desplazando rápidamente hacia la derecha. Después el desafío, hizo que volvieran a reafirmar enérgicamente sus creencias marxistas básicas; pero cuando el revisionismo fue derrotado, reanudaron de nuevo su interrumpido movimiento hacia la derecha.
Como adelanté en la entrada anterior, Bernstein inició su ataque revisionista con una serie de artículos titulada “Problemas del socialismo”, que fue publicada en 1896 en el Neue Zeit (el periódico de Kautsky). En el primero de los mismos, “Utopismo y eclecticismo”, acusaba al partido de ser “utópico”, porque se permitía estar dominado, por la idea de un futuro salto repentino del capitalismo al socialismo. Y esto era “suponer milagros sin creer en ellos”. En los artículos sucesivos, combatió sobre todo la idea de que la sociedad capitalista estaba a punto de derrumbarse, que estaba cerca de la “crisis final”. No negaba que esta creencia tenía su fundamento en las enseñanzas de Marx, pero sostenía que Marx se había equivocado. Porque si no debía haber un derrumbamiento rápido de la sociedad capitalista ¿qué iba a ser de la política aceptada por la socialdemocracia, de aplazar toda reforma constructiva para después de “la revolución”? ¿Se creía que los trabajadores debían esperar por tiempo indefinido, sin reclamar reformas que pudieran obtenerse dentro del sistema y Estado capitalista? Y fue con motivo de esto, que Bernstein escribió la famosa sentencia en la que declaró que para él, el “movimiento” lo era todo, y lo que usualmente se llamaba “el objetivo final del socialismo”, nada. “Nunca he tenido demasiado interés – escribía – en el futuro aparte de los principios generales: no he podido concebir con detalle una imagen de lo que sucederá. Mis pensamientos y mis esfuerzos, se dedican a los deberes presentes y al futuro inmediato”.
En su imprescindible obra “Socialismo evolucionista”, Bernstein sostenía que el socialismo vendría, no como un sistema construido por los socialistas, al día siguiente de haber conquistado el poder, sino como una acumulación de pequeños cambios, que serían producidos por la acción social dentro de los límites establecidos, por las necesidades mismas del desarrollo económico. No habría una transición repentina de la sociedad capitalista a la socialista, sino más bien una transformación gradual de la una en la otra; y sería imposible decir que el gran cambio, hubiese ocurrido en un momento determinado de este proceso evolutivo.
Esto era precisamente lo que los fabianos, sobre todo Sidney Webb, habían estado diciendo durante más de doce años, antes de que Bernstein escribiera su primer artículo. La filosofía fabiana de la historia, era apenas menos determinista que la de Marx, en relación con el curso general de la evolución social, y apenas menos económica, en su acentuación de la importancia principal de los factores económicos; pero en donde Marx veía que la historia se producía de una época a otra por saltos repentinos, Webb y su discípulo Bernstein, veían un proceso evolutivo, en el cual eran excepcionales los saltos repentinos, y la regla general era el cambio gradual que se iba acumulando. Para Webb y Bernstein la lucha de clases, aunque no la negaban como hecho, no era el instrumento de cambio verdaderamente importante. Las cosas cambian, porque cambian las condiciones básicas de la vida social, y porque los cambios de estas condiciones, hacen que los hombres, más bien que las clases, adapten sus instituciones para satisfacer las nuevas necesidades.
Bernstein citaba pasajes de Marx, y aun más de Engels, en los cuales se reconocía que fuerzas no económicas, podían ejercer un influjo en el curso de la historia y, asimismo, pasajes en los cuales se afirma que los hombres, mediante su conducta, influyen en la manera y en la rapidez de la adaptación social. Engels admitía en gran proporción la influencia de los factores no económicos, incluyendo las ideas, y estaba de acuerdo en que él y Marx, habían exagerado y simplificado demasiado en las primeras exposiciones de su teoría. Era legítimo, dentro de la escuela marxista, admitir las "ideas" entre las fuerzas secundarias, siempre que se considerase indiscutible, que el curso general de la evolución social, estaba determinado por fuerzas económicas que actuaban manifiestamente en la lucha de clases. Sin embargo, esto era precisamente lo que Bernstein negaba, aunque reconocía la gran importancia de los factores económicos. “El punto del desarrollo económico – sostenía Bernstein – a que ahora se ha llegado, permite a los factores ideológicos, y especialmente a los morales, más campo para la actividad independiente de lo que antes se acostumbraba. Por consiguiente, la interdependencia de causa y efecto entre la evolución técnica y económica, y la evolución de otras tendencias sociales, se está haciendo constantemente más indirecta, y de acuerdo con esto, las necesidades de la primera están perdiendo mucha de su fuerza, para determinar la forma de la última.”
Jean Touchard. Historiador y politólogo
Bernstein lo que hacía era distinguir las concepciones marxistas esenciales, de las que sólo eran secundarias. Y salvar las primeras desechando muchas de las segundas. Para él la teoría de la plusvalía, tal como la expuso Marx, no era necesaria para explicar la explotación y, de hecho, no la explica, y sólo introduce confusión en este punto. Negaba también que la tendencia hacia la concentración capitalista, se produjera de hecho, con la velocidad y fuerza que Marx afirmaba. Tampoco era verdad que la tierra estaba pasando a un número menor de manos; por el contrario, aunque existían excepciones locales, la tendencia general en Europa, caminaba hacia la multiplicación de pequeñas propiedades de aldeanos. Pero quizás, uno de los puntos principales de la disidencia de Bernstein, era el de que la clase media no iba desapareciendo, sino más bien rejuveneciéndose en formas nuevas, con la consecuencia de que la lucha de clases, en lugar de hacerse más aguda, se iba atenuando mediante las clases y grupos intermedios.
Bernstein negaba que el capitalismo mostrase ninguna tendencia, a moverse rápidamente hacía una “crisis final”. Así que, de acuerdo con esto, los que aconsejaban que toda acción constructiva, debía aplazarse hasta después de que la crisis revolucionaria hubiera llevado a los trabajadores al poder, en realidad estaban aconsejando un aplazamiento, no de pocos años, sino de una duración indefinida, y seguramente muy larga. ¿No era mejor considerar que mejoras podrían lograrse, antes de llegar a derrocar al capitalismo, y hacer lo posible para asegurar las mayores concesiones que pudieran alcanzarse, dentro de esta limitada situación? Si tenía razón en sostener que el camino hacia el socialismo, consistía en ganancias fragmentarias, más bien que en una revolución, su argumentación estaría conforme con las mejoras conseguidas por los sindicatos obreros, y por la acción política. De este modo los sindicatos obreros, serían elevados a una situación de colaboración con el partido, como factor de la misma importancia, y ya no serían meros auxiliares. Pero esto, en modo alguno, era una idea que agradara a los líderes ortodoxos, que se inclinaban a sospechar que los sindicatos obreros, deseaban anteponer sus distintos intereses de grupo, por encima de los que eran propios de la clase obrera en su conjunto.
En su libro ya mencionado “Socialismo evolucionista” Bernstein estudia la relación entre socialismo y democracia. Ataca la idea de la “dictadura del proletariado”, como incompatible con los principios democráticos. Opinaba que a la democracia va unida la idea de una justicia social para todos. Y, según esto, implicaba limitaciones al derecho de la mayoría a imponerse a la minoría. Incluso si el proletariado constituyese la mayoría del pueblo, esto no le daría derecho a prescindir de una norma de justicia. La democracia significa la supresión de un gobierno de clase, no la sustitución de una forma de éste por otra.
Todo esto suponía una penetrante crítica del sistema marxista con su marco ricardiano y hegeliano. Bernstein llamó a la dialéctica hegeliana “jerga” y apeló a Kant en contra de ella. “La socialdemocracia – decía – necesitaba de un Kant que juzgase la opinión recibida, y la examinase críticamente con la mayor penetración posible, y él mostraría que su aparente materialismo era el súmmum de la ideología, y le advertiría que el desprecio del ideal, exagerando los factores materiales, hasta convertirlos en fuerzas omnipotentes de la evolución, es engañarse a sí mismo”. Pedía a la socialdemocracia que se emancipase de doctrinas anticuadas, y “que adaptase el pensamiento a lo que ella era en realidad entonces: un partido democrático y socialista de reforma”. Así, de este modo, Bernstein se incluía entre los neokantianos, contra los cuales Lenin, entre otros, habría de lanzar más tarde ataques furiosos.
En sustancia, esta fue la defensa del “revisionismo” que Bernstein presentó al Partido Socialdemócrata Alemán. Difícilmente podía esperar que fuera aceptada, ni siquiera en sus líneas principales, en ninguna asamblea del partido. Pero en todo caso el partido, después de una discusión larga y con frecuencia enconada, decidió no decir nada como tal partido, acerca de las cuestiones que Bernstein había planteado, limitándose a aprobar una moderada censura contra él, por la “manera” como había defendido su opinión. Bebel, que presentó la propuesta oficial, dijo claramente que Bernstein a pesar de sus herejías, no era considerado como un “mal camarada” o como un renegado. Lo cual demuestra hasta que punto, los líderes se dieron cuenta del apoyo que tenía en el partido, no ya el “revisionismo” en su conjunto, sino muchas de las críticas que Bernstein había hecho de la ortodoxia marxista.
Muy pronto fueron apareciendo nuevos líderes en el partido, menos devotos de la tradición marxista que sus antepasados. Y sí el “revisionismo” no consiguió alterar el dogma oficial, sí tuvo una influencia creciente en la manera de actuar del partido, y en el pensamiento práctico de quienes lo iban a dirigir en el futuro.

Palma. Ca’n Pastilla a 18 de Septiembre del 2015.